Mons. Miguel Antonio Barriola
El Domingo 19/IX/2010 Benedicto XVI beatificó al Card. J. H. Newman, una personalidad rica en más de un sentido, cercana todavía en el tiempo, que tanto ha influenciado en la vida de la Iglesia y de la cual podemos beneficiarnos mucho.
Su laborioso camino hacia la Iglesia Católica nos puede servir para apreciar los tesoros de que gozamos, pero, con frecuencia, sin caer en la cuenta de su enorme valor. Así como cuando echamos de menos la salud, cuando nos amenaza alguna dolencia. Quienes somos católicos desde la infancia, por lo común, no agradecemos suficientemente el regalo de pertenecer a la verdadera Iglesia fundada por Jesucristo y puede ser que también sacerdotes y seminaristas caigamos en estos descuidos. Para superarlos, nos puede ayudar con gran provecho la experiencia vivida por los convertidos. Ellos, en efecto, han buscado la verdad, superando serios obstáculos y con no menor ahínco, atravesando tantas dificultades y tribulaciones, experimentando, después de años o décadas de peregrinación y oración, la profunda alegría de haber hallado a la Iglesia genuina del Señor Jesús.
El movimiento de Oxford
Un eminente convertido, muy particular, ha sido Newman, ya famoso intelectual de Oxford y teólogo anglicano, que casi a la mitad de su vida abrazó la fe católica.
Para ubicarnos en esta laboriosa peregrinación, tengamos presente que muchos cristianos, a principios del Siglo XIX, veían con preocupación el avasallamiento de las respectivas iglesias a sus gobiernos (1). Este peligro se agudizaba en el anglicanismo, que, por definición, es una religión y una iglesia estatal, siendo el rey o la reina la cabeza de la Iglesia (2). Surgió entonces el “movimiento de Oxford”, después de una célebre conferencia de uno de sus fundadores, John Keble: “Apostasía nacional”. Los miembros de dicha agrupación luchaban por un retorno al cristianismo primitivo.
Así fue cómo Newman se puso a estudiar a los Santos Padres, las herejías y los primeros concilios, llegando a una primera conclusión, que él llamó “Via media”, con la que intentaba demostrar que la comunión anglicana se situaba entre dos extremos, siendo la legítima heredera de la primitiva Iglesia de Cristo, alejada tanto de los errores doctrinales del protestantismo, como de lo que él veía entonces como la corrupción y los abusos de la Iglesia romana. No acertaba a ver en Trento, por ejemplo, las características de los primitivos concilios.
Pero cuanto más se centraba en la profundización de los Padres y de la herejía arriana, más se iban disipando su odio y prejuicios contra la Roma católica, que le habían enseñado a considerar como la “Babilonia” y el “Anticristo” del Apocalipsis. Recordará él mismo: “Por un momento había surgido el pensamiento: «Al final la Iglesia de Roma se encontrará de parte de la razón». Pero después se desvaneció. Mis antiguas convicciones siguieron siendo las mismas”.
Otro paso hacia la fe católica fue su reflexión acerca de la lucha antidonatista de San Agustín. Contra el reduccionismo de estos herejes (que se encerraban en grupúsculos considerados por ellos como “puros”), el santo de Hipona había formulado su frase escultórea: “Securus iudicat orbis terrarum” (= Seguro juzga el orbe de la tierra). O sea: en la fe católica, “universal” por definición, se encuentra el criterio de verdad. Cuando un sector se aparta de la doctrina común, es como el sarmiento desgajado de la vid, o un miembro que se amputara del cuerpo total.
Semejantes perspectivas hicieron trastabillar a Newman sobre su tesis anterior del anglicanismo como “via media”. ¿Cómo un conjunto de cristianos tan “nacionalista”, tan “insular”, podría haber guardado intacto el Evangelio?
Su obra maestra
Avanzó, entonces, todavía más, sometiendo a revisión sus prejuicios frente a Roma. ¿Fueron en realidad añadidos espurios y extraños los desarrollos dogmáticos de Trento y otras decisiones romanas? Y así, como fruto de sus nuevas profundizaciones, dio a luz su magistral estudio: “Un ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana” (1845). Defendía en él la legitimidad del esfuerzo cumplido por el pensamiento cristiano para hacer progresar, a partir de datos fundamentales de la fe, las verdades que allí están contenidas implícitamente. Porque la tradición católica no es un museo, donde se guardan piezas inertes del pasado (la espada de Artigas, la bandera de Belgrano, etc.), sino que es un proceso “viviente”, como el bebé, adolescente, adulto, que manifiestan tantos cambios, aunque dentro de una misma persona.
Por esa época le escribía a Keble: “Actualmente me temo, por lo que puedo darme cuenta por mis propias convicciones, que la comunión católica romana es la Iglesia de los Apóstoles y que lo que hay de gracia entre nosotros (que a Dios gracias, no es desdeñable) es extraordinario y viene de la sobreabundancia de su dispensación. Y estoy mucho más seguro de que Inglaterra está en estado de cisma, que de pensar que las adiciones romanas a la fe primitiva no puedan ser otra cosa que desarrollos que proceden de una realización activa y viviente del depósito divino de la fe” (3).
En el pensamiento de Newman, el desarrollo de los dogmas, como acabamos de explicar, es como el crecimiento de un ser vivo: partiendo de una célula originaria, pero con un principio director sobrenatural, que hace de ello un caso único en el ámbito de las ideas y bajo el control de una autoridad infalible, cuya necesidad le parece ahora evidente.
Después, determinará los criterios que permiten distinguir un desarrollo genuino de una corrupción. Porque también el cáncer es un crecimiento de células, pero que lleva a la muerte. Dado que no hay doctrina que se encuentre en posesión de todos sus elementos desde el primer día y que no se beneficie, con el tiempo, de las investigaciones de la fe y que no se vea expuesta a los ataques de la herejía.
A la luz de estos descubrimientos irá pasando revista honesta y sincera de los puntos que más cruelmente él mismo le había reprochado a Roma. Escribirá por ese entonces: “A medida que iba avanzando, mis dificultades desaparecían, de modo que dejé de hablar de «católicos romanos» y los llamaba con toda libertad «católicos»”.
Decisión heroica
Mientras tanto, Domenico Barberi, pasionista italiano (4), había pasado por Littlemore, localidad en la que se había retirado Newman por ese entonces. En este santo varón, nuestro investigador de los comienzos cristianos, en su proceso de tan profunda revisión, percibió la indudable presencia de la santidad y, como dirá más tarde, quedó conmovido por este religioso hasta las profundidades de su ser. Así, tres meses antes de su paso definitivo al catolicismo, se puso al cuello una Medalla Milagrosa de María Santísima. Cosa que significó a esa altura lo serio de cuanto estaba sucediendo en él, si se tiene en cuenta que hasta ese momento, Newman (que ya había adoptado el rezo del Breviario Romano), todavía omitía las invocaciones a la Virgen María y a los Santos, obligando a sus discípulos a hacer lo mismo.
Todo lo cual desembocó en una noche, en la que, después de cinco horas de haber viajado bajo la lluvia, visitando la casa de Newman, este religioso, que buscaba recuperar un poco de calor, cuenta lo siguiente: “Ocupé un sitio cerca del fuego, para secarme. Se abrió la puerta y ¡qué escena fue para mí ver de repente a mis pies a John Henry Newman, pidiéndome oír su confesión y ser admitido en el seno de la Iglesia! Y allí, junto al fuego, comenzó su confesión general con extraordinaria humildad y devoción” (9/X/1845).
Esta determinación no estuvo privada de muy dolorosas cruces. Así le comentaba a un amigo: “Ya sé lo que me cuesta. Dejo familia, amigos, conocidos. Todos los que me han amado y me han hecho bien. Ya sé que voy a ser la risa de todos y que yo mismo me destierro de la sociedad”. Y lo más penoso fue que, no sólo pasó a ser desdeñado por sus antiguos colegas anglicanos, sino que personas católicas también lo recibían con prejuicios y recelos. Así George Talbot (5) designó a Newman como “el hombre más peligroso de Inglaterra”.
Durante los cinco años siguientes fue objeto de sospechas, tratado con menosprecio y privado de toda influencia. Le pasó, al fin de cuentas, algo similar a Pablo, cuando su conversión. Ya el propio Ananías (quien lo bautizaría) expuso sus dificultades ante Cristo: “Señor, oí decir a muchos que este hombre hizo un gran daño a tus santos en Jerusalén” (Hech 9,13).
Queda así claro que Newman abrazó el catolicismo, no por conveniencia o interés propios, y ni siquiera porque la Iglesia romana estuviera pasando por momentos de esplendor. Él mismo confesaba: “Ninguno más que yo puede tener una visión tan desfavorable de la situación actual de los católicos”. Siempre se dejaba guiar por lo que le aparecía justo, por más que eso resultara incómodo o impopular. Es lo que dejó hermosamente expresado en su famosa poesía: “Lead kindly Light” (= Guíame oh luz benigna): “Guíame, Oh luz benévola, entre las tinieblas que me circundan, guíame tú… Sostén mi camino; no busco ver el horizonte lejano, paso a paso, esto me basta… Me gustaba hacer mis elecciones y conocer el camino, pero ahora, guíame tú. Me gustaban los días vistosos, a pesar de los miedos, el orgullo dominaba mi voluntad: no recuerdes más los días pasados”.
Apologia pro vita sua
De ese modo transcurrieron casi veinte años de renuncia y oscuridad, más bien despreciado que olvidado. Hasta que, en 1864, se le ocurrió a un famoso escritor protestante, furibundo anticatólico, el Dr. Kingsley (6), escribir en una revista que la “religión católica hace peores a los hombres” y que “la verdad no ha sido nunca una virtud del clero católico”. Agregando, para confirmarlo, que “el Padre Newman nos dice que no hace falta eso (tener tal virtud) y, que en general no debe ser así”.
Newman le pidió cortésmente una explicación, pero Kingsley perdió los estribos, al publicar su tristemente célebre pasquín: “¿Qué quiere decir el Dr. Newman?”. Sirvan de ejemplo algunos de sus dardos venenosos: “Si alguna vez tuvo entendimiento humano, el Dr. Newman se lo ha jugado enteramente”. Para concluir de modo inexorable: “Por tanto, yo dudo, como hombre honrado, de cada palabra que pueda escribir el Dr. Newman”.
A lo largo de un mes fue respondiendo Newman a semejantes calumnias, llegando a trabajar 16 horas diarias con ansia febril, que aumentaba con la conmoción que sus réplicas iban suscitando entre católicos y protestantes. Fue la base de su famosa: “Apologia pro vita sua”. Desde América hasta Tasmania le llegaban cartas de admiración. Al ir apareciendo, cada jueves, los folletos de su “Apologia”, el público encontraba en ellos tanto candor, gran buena fe y tal urbanidad, que se los leía por todas partes. El mismo William Gladstone (7) los apreciaba con un temblor de emoción. El eco obtenido por la “Apologia” abrió una nueva época para Newman, siendo tal el efecto avasallador de estas publicaciones, que el Dr. Kingsley se llamó a silencio y no volvió a escribir más. Cuando apareció la “Apologia”, se dejaron de vender las populares y exitosas novelas de Walter Scott (8). La misma Oxford, universidad que tanto lo había escarnecido, le concedió el título de “Fellow” (= académico) honorario y lo recibió en triunfo el 26 de febrero de 1878.
Pero también tuvo que sufrir envidias de dos famosos cardenales católicos ingleses: Wiseman y Manning; sobre todo del segundo, que de tal manera manejó el nombramiento de Newman como cardenal (9), que dejó entender, sin hacer nada por disipar aquellos rumores, que Newman rechazaba el nombramiento.
¿Qué nos enseña Newman?
Ante todo, que es necesario obedecer a la verdad revelada, sin compromisos ni miedos, sin dejarse condicionar por proyectos demasiado humanos. Como se vio sumariamente, no le fue fácil a Newman dejar la “Church of England”. Él amaba su comunidad, Oxford, su familia y sus amigos. Pero el llamado de su conciencia fue más fuerte que cualquier lazo humano. En tal llamado reconoció la voluntad de Dios. Para él no hubo compromisos que doblegaran sus convicciones fatigosa, trabajosa y perseverantemente perseguidas y encontradas. Por lo mismo su mensaje, después de San Agustín y Santo Tomás de Aquino, es probablemente el más citado en los documentos y discursos de Juan Pablo II, siendo asimismo uno de los autores preferidos de Benedicto XVI. El “Catecismo de la Iglesia Católica” cuatro veces lo tiene en cuenta y es el único citado en dos ocasiones, después de San Alfonso María de Ligorio, en la “Veritatis Splendor”.
El Papa actual, que de manera casi milagrosa fue acogido triunfalmente en Inglaterra, en su reciente y fructuoso viaje, ya había escrito en 1991 al respecto: “El segundo paso del camino de conversión, que duró toda la vida de Newman, fue, de hecho, la superación de la posición del subjetivismo evangélico a favor de una concepción del cristianismo basada en la objetividad del dogma. Al respecto, siempre encuentro muy significativa, pero particularmente hoy, una fórmula tomada de una de sus prédicas de la época anglicana: «El verdadero cristianismo se demuestra en la obediencia y no en un estado de conciencia. Así, todo el deber y el trabajo de un cristiano se organiza en torno a estos dos elementos: la fe y la obediencia, ‘Mira a Jesús’ (Hebr 2,9)… y actúa según su voluntad». Me parece que hoy corremos el peligro de no dar el peso que deberíamos a ninguno de los dos elementos. Consideramos cualquier verdadera y cuidadosa reflexión sobre el contenido de la fe como estéril ortodoxia, como sutileza técnica. En consecuencia, hacemos consistir el criterio de nuestra piedad en la posesión de una así llamada disposición de ánimo espiritual”.
¡Que el Beato J. H. Newman, tan genial, a la vez que humilde y valiente buscador de la verdad, hallada finalmente en la fe católica, nos alcance el aprecio firme por la recta doctrina, por más que el mundo nos persiga con sus sarcasmos y que tantos “teólogos”, que se sienten más iluminados que el más genuino magisterio, aprecien más un cuarto de hora ante las cámaras que el servicio abnegado del Evangelio en la única Iglesia de Cristo!
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Notas
1) Recuérdese el planteo de G. F. Hegel, en su diseño del desarrollo de la cultura universal, de acuerdo a su dialéctica del pensamiento, que hacía desembocar en el “estado prusiano” el culmen de la historia.
2) De manera ilógica, todavía, en las “Sterling pounds” (= libras esterlinas, nominación de su moneda, ya que no admiten todavía los actuales “euros”), figura esta inscripción: “Elizabeth II, Queen of England, FD” (= Isabel II, Reina de Inglaterra, Defensor Fidei): el título que el Papa León X había otorgado a Enrique VIII, cuando defendió los siete sacramentos contra Lutero. Pero aquel mismo rey se insubordinó después de manera absurda contra el mismo Romano Pontífice, a raíz de la ruptura de su matrimonio con Catalina de Aragón y sucesivos enlaces lujuriosos. Desde entonces los reyes del Reino Unido se han proclamado “Cabeza de la Iglesia”.
3) En tiempos modernistas elaboró egregiamente estas intuiciones de Newman, el P. F. Marin-Sola, O.P., La Evolución Homogénea del Dogma Católico, Madrid/Valencia (1952 – 3ª. ed. Original: 1923). El Cardenal inglés es repetidas veces citado por Marin-Sola.
4) Beatificado en 1962. Durante años había tenido la intuición de que Dios lo llamaba a ejercer su apostolado en Inglaterra. Llegó a Gran Bretaña sabiendo apenas una que otra palabra de inglés. Pero sus predicaciones populares, su pobreza de vida, sus mortificaciones, le habían obtenido éxitos sorprendentes, entrecortados no menos con las peores injurias.
5) Sacerdote católico inglés y hombre de confianza del Beato Pío IX, tanto que era canónigo de San Pedro.
6) Era capellán de la famosa Reina Victoria.
7) Primer Ministro de la Reina.
8) “Ivanhoe”, “Lucía de Lamermoor” y otras.
9) Honor que le había reservado muy especialmente León XIII. Dado que tal nombramiento no llevaba consigo la promoción al episcopado, Newman, no siendo obispo, tenía que residir en Roma. Queriendo Newman permanecer como director del Oratorio inglés de San Felipe Neri, en Birmingham, del cual él mismo se hiciera miembro en su conversión, solicitó la excepción de que se lo dejara en Inglaterra. Esta “anomalía”, para la época, hizo nacer la sospecha de que Newman no aceptaba el cardenalato. Ante lo cual, Manning nada hizo por aclarar semejante confusión.
También había sufrido mucho Newman, dentro del mismo Oratorio, por parte de Frederick William Faber, también famoso converso y celebrado escritor espiritual (Todo por Jesús) que, al igual que Newman, ingresó en el Oratorio. Pero su personalidad bastante complicada le hizo la vida imposible a Newman, de tal modo que el Oratorio se separó en dos comunidades, yéndose muchos con Faber a Londres.
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