martes, 3 de febrero de 2009

La adoración eucarística - Mons. Héctor Aguer



LA ADORACIÓN EUCARÍSTICA
Homilía en la Misa de inicio del Año de la Eucaristía e inauguración de la capilla del Santísimo Sacramento. Iglesia Catedral, 24 de octubre de 2004



El domingo pasado, en Roma, el Papa Juan Pablo II dio inicio solemnemente al Año de la Eucaristía. Hoy nosotros realizamos aquí ese gesto inaugural, y al hacerlo conviene esclarecer los motivos por los que la Iglesia se apresta a dedicar un año entero al admirable Sacramento del sacrificio y la presencia de Cristo.

Últimamente se han verificado algunos hechos particularmente significativos. El Jueves Santo de 2003 el Santo Padre publicó la Encíclica Ecclesia de Eucharistia, en la cual nos ofrece una contemplación del Misterio de la Fe en su relación inseparable y vital con la Iglesia. Este año, por mandato del Sumo Pontífice, la Congregación para el Culto Divino ha expuesto, en la Instrucción Redemptionis Sacramentum, las normas y recomendaciones que se deben observar siempre para una digna celebración de este gran misterio. Además, se han sucedido recientemente el Congreso Eucarístico Nacional en Corrientes y el Internacional en Guadalajara, y la Asamblea General del Sínodo de los Obispos, que se reunirá en octubre del año próximo, tendrá como tema: La Eucaristía, fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia.

Estos hechos son signos que se nos ofrecen en una providencial concentración, y que han de ser interpretados como un llamado de Dios a su Iglesia, y en la Iglesia a todos los hombres, invitándolos a descubrir bajo nuevas luces y a asumir con decisión la centralidad de la Eucaristía en la vida de los cristianos y en la misión eclesial para la salvación del mundo. ¿Cómo puede expresarse la aceptación y la celebración de esa centralidad? Ciertamente, en primer lugar, reivindicando el sentido y el valor de la Misa dominical, la pascua semanal de los fieles. La crónica ausencia de la Misa, que caracteriza al catolicismo argentino, nos impone una especial preocupación para intentar revertir este defecto que determina la ambigüedad de nuestra cultura religiosa y es causa del escaso vigor de la presencia cristiana en nuestra sociedad. Se hace necesario también recuperar el pleno sentido sagrado de la acción litúrgica por excelencia, retaceado muchas veces y aun abolido en nombre de la inculturación o de la participación activa en tantas celebraciones “de entrecasa”, indecorosas, circenses.

Pero además hace falta fomentar la conciencia viva y una particular sensibilidad espiritual hacia la presencia real, cercana y continua de Cristo bajo las especies eucarísticas, para orientar hacia Él la adoración que le debemos como acto principal de la religión. Nuestra adoración se dirige sólo a Dios Uno y Trino, a Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, a su santísima humanidad unida inseparablemente a la persona divina del Verbo desde el instante de la Encarnación. En la adoración eucarística manifestamos nuestro anonadamiento ante la grandeza y la bondad del Señor, abrimos nuestro corazón a la aceptación de su palabra y de su voluntad, expresamos nuestra disponibilidad y nuestra entrega como respuesta a su entrega de amor (¡Él nos amó primero!), a su ofrecimiento permanente en la misa y en el sagrario.

En un bello canto de Navidad, el Adeste fideles, se dice: Al que así nos amó ¿quién no ha de amarlo? El así mensura con devoción y embeleso, al contemplar el pesebre, la pobreza asumida por el Señor, en la que se anticipa el misterio de la cruz. El verso citado significa, sencillamente: amor con amor se paga, y puede pronunciarse, como una proclamación de fe, al contemplar el prodigio de la presencia eucarística, reliquia de la Encarnación y del Calvario.

En la adoración de Jesucristo, verdadera, real y sustancialmente presente en el Sacramento del Altar, hemos de buscar comprender, con todos los santos, cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad del Misterio (Efesios 3, 18); allí se asimila la ciencia del amor divino, los mismos sentimientos de Cristo Jesús (Filipenses 2, 5), para albergarlos en nuestro corazón. En la adoración eucarística el cristiano cobra fuerzas para perseverar en la fidelidad, aun en medio de las pruebas y cuando más se hace sentir su fragilidad. La Carta Apostólica que Juan Pablo II dirigió a la Iglesia para el Año de la Eucaristía comienza con las palabras quédate con nosotros, Señor y contiene esta exhortación: La presencia de Jesús en el tabernáculo ha de ser como un polo de atracción para un número cada vez mayor de almas enamoradas de Él, capaces de estar largo tiempo como escuchando su voz y sintiendo los latidos de su corazón. ¡Gustad y ved qué bueno es el Señor! (Mane nobiscum Domine, 18).

Hemos querido señalar el inicio de este período eucarístico mediante la inauguración de la capilla del Santísimo Sacramento en nuestra Catedral Metropolitana. Atribuímos un valor especial a este hecho por lo que significa el templo mayor en la diócesis como representación simbólica plenaria de la Iglesia particular. Deseamos que de las diversas zonas de la Arquidiócesis y de todos los sectores del pueblo de Dios acudan aquí los fieles a adorar al Señor y a presentarle, junto con las intenciones personales, las grandes intenciones eclesiales en las que deben confluir nuestros anhelos, esperanzas y súplicas: el crecimiento en número y en santidad de las comunidades cristianas, una más intensa y fecunda comunión entre todos los miembros de la Iglesia, el avance de la obra de evangelización y muy particularmente el aumento y perseverancia de las vocaciones sacerdotales y religiosas, tan necesarias en orden a la extensión del Reino y a la conversión de la sociedad.

Los trabajos emprendidos para disponer en la Catedral la nueva capilla deben ser vistos como continuación de los que han llevado, hace un lustro, a completarla mediante la elevación de las torres y la ornamentación de la fachada. Quedan otras obras por hacer. La construcción de las grandes catedrales de Europa que han servido de modelo a la nuestra demoró, en algunos casos, varios siglos; en realidad, se puede pensar que una obra como ésta difícilmente puede darse por concluida algún día. Pero además, la iniciativa que hoy se ve concretada manifiesta el propósito de hacer, de este edificio de culto que suscita admiración y es visitado como un monumento insigne, una verdadera casa de oración, una realidad viviente por la celebración de los sagrados misterios, por la adoración permanente, por la peregrinación de los fieles que hasta aquí lleguen para alimentar su fe, para prepararse a la misión y al servicio que la Iglesia debe prestar a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Valga para la comunidad católica platense la aspiración que el Papa expresa como cierre de su exhortación: Que en este Año de gracia, con la ayuda de María, la Iglesia reciba un nuevo impulso para su misión y reconozca cada vez más en la Eucaristía la fuente y la cumbre de toda su vida (Mane nobiscum Domine, 31).


Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata

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