sábado, 26 de marzo de 2016

“Árbol precioso, benditos clavos, que llevan tan dulce carga” (Liturgia) - Mons. Antonio Marino

“Árbol precioso, benditos clavos, que llevan tan dulce carga”
(Liturgia)
Mons. Antonio Marino


Homilía del Viernes Santo
Catedral de Mar del Plata, 25 de Marzo del 2016

    
I. El Servidor de Dios y de los hombres
    
Todo se ha cumplido” (Jn 19, 30). En el Evangelio de San Juan, estas son las últimas palabras que Jesús pronuncia antes de morir. Toda la vida de Cristo transcurrió en la búsqueda y el cumplimiento de la voluntad del Padre. Esa fue la unidad profunda de todos sus actos: vivir en el amor obediente al Padre que lo envió, para así cumplir su plan de salvación anunciado en las Escrituras.
    
Su pasión dolorosa y su muerte en la cruz, no son algo aislado del resto de su vida, ni podemos considerar los años anteriores como un mero tiempo de espera para este momento. Toda su vida respira obediencia al Padre y amor a nosotros. Jesús nos ha salvado a través de todos los instantes de su existencia, aunque en su pasión y muerte hay una densidad suprema, preparada desde el primer instante de su encarnación y consumada en su misterio pascual de muerte y resurrección.
    
La pasión y la muerte de Cristo son un momento único e irrepetible en la historia de la humanidad. Para una mirada sólo humana, estamos ante el trágico fin, común a tantos otros hombres que fracasaron en su intento de convencer a otros. Pero a la luz de la fe, todo cambia, pues estamos en el inicio silencioso de un mundo nuevo.
    
El pasaje del libro de Isaías que hemos escuchado, nos presenta en un poema grandioso (cf. Is 52, 13-53, 12) la figura de un Servidor de Dios, inocente y sin culpa, pero desfigurado y sin atractivo, sin forma ni hermosura, despreciado, desechado por los hombres, abrumado de dolores. El mismo profeta se encarga de decir que “él soportaba nuestros sufrimientos y cargaba con nuestras dolencias (…). Él fue traspasado por nuestras rebeldías y triturado por nuestras iniquidades. El castigo que nos da la paz recayó sobre él y por sus heridas fuimos sanados. Todos andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada uno su propio camino, y el Señor hizo recaer sobre él las iniquidades de todos nosotros” (53, 4-6).
    
Con impresionante precisión, se está afirmando no sólo la hondura de su dolor sino el sentido de su padecimiento. El Siervo de Dios se ha convertido en el lugar donde tienen cita los dolores y pecados de los hombres, condensados en un dolor inigualable donde quedamos representados todos nosotros.
    
Porque él ocupó nuestro lugar, repetimos con la certeza de la palabra divina: “El castigo que nos da la paz recayó sobre él y por sus heridas fuimos sanados” (53, 5).
    
    
II. La misericordia del Padre, la cruz fecunda del Hijo y nuestra cruz
    
Este amor obediente de Cristo Servidor a la voluntad de Dios, es el mensaje de la cruz. En la impotencia de su muerte, se abren para el hombre caminos de libertad. En la oscuridad de su abandono, se iluminan las tinieblas de la vida. De su cuerpo llagado, viene nuestra medicina. De su costado abierto, surge la Iglesia, “signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1).
    
En la pasión del Señor se revela en plenitud, el amor misericordioso de Dios. Como dice San Pablo en la Carta a los Efesios: “Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, precisamente cuando estábamos muertos a causa de nuestros pecados, nos hizo revivir con Cristo” (Ef 2, 4-5).
    
Este amor misericordioso de Dios, nos manifiesta también la fecundidad de la pasión de Cristo. Él había dicho: “Cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 24). Por eso, ante esta fuente de vida, la Iglesia canta en su liturgia: “Árbol precioso, benditos clavos, que llevan tan dulce carga”.
    
San Pablo nos habla de nuestra vocación a asociarnos a la pasión de Cristo en nuestros sufrimientos: “Ahora me alegro de poder sufrir por ustedes, y completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 24).
    
    
III. El martirio y la Reina de los mártires
    
En nuestro mundo han vuelto los mártires. En muchos lugares de la tierra los cristianos sufren cada día una feroz persecución a causa de su fe. Recientemente en Yemen, por dar un ejemplo, fueron asesinadas cuatro religiosas Misioneras de la Caridad, congregación fundada por la Madre Teresa de Calcuta. Estos hechos suelen pasar inadvertidos porque tienen escasa repercusión mediática. Lo mismo que la muerte de Cristo, esto no es noticia para el mundo secularizado.
    
Con legítimos sentimientos humanos nos estremecemos ante el horror, pero con los ojos de la fe glorificamos a Dios por la gracia del martirio y la fecundidad que esperamos. La afirmación antigua sigue siendo actual: “La sangre de los mártires es semilla de cristianos”.
    
Y puesto que hablamos de martirio no podríamos olvidar a la que llamamos “Reina de los mártires”.  “Junto a la cruz de Jesús estaba su madre” (Jn 19, 25). Estas palabras del Evangelio de San Juan, nos llevan a entender el título que le damos. 
    
Elegida para ser la Madre del Salvador, fue la compañera inseparable de su Hijo como humilde esclava del Señor. Ella dijo sí en Nazaret y nunca se volvió atrás hasta la hora de la cruz. 
    
Esta asociación a Cristo, en la profundidad de su fe, su esperanza y su caridad, tiene un valor de singular fecundidad. 
    
Al ver que ya estaba muerto (…) uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza” (Jn 19, 33-34). Jesús ya estaba muerto. No podía sufrir. Pero esa lanza atravesó el alma de María. ¡Cómo no llamarla “Reina de los mártires”!
    
Ella puede ser la madre misericordiosa y compasiva, porque junto a su Hijo descendió hasta el fondo del dolor.
    
La Virgen dolorosa nos hace sentir que también se compadece de nuestros sufrimientos. Ella nos educa, inspirando un sentido de abandono en la Providencia, que saca bienes de males, y nos infunde fortaleza para seguir adelante en medio del martirio cotidiano, pese a todo.



X Antonio Marino
Obispo de Mar del Plata








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