sábado, 27 de octubre de 2007

Antes del último Cónclave: "Qué le dije al futuro Papa" (Cardenal Biffi) - Sandro Magister

Antes del último Cónclave: "Qué le dije al futuro Papa"
Sandro Magister


El cardenal Giacomo Biffi pone sus memorias en un libro. Aquí un adelanto del mismo: el discurso por él pronunciado en la reunión a puertas cerradas con los cardenales. Y después sus juicios críticos sobre Juan XXXIII, sobre el Concilio, sobre el "mea culpa" de Juan Pablo II.


ROMA, 26 de octubre del 2007.– En las vísperas de sus ochenta años, el cardenal Giacomo Biffi pone en librería un amplio libro autobiográfico, con el título: “Memorie e digressioni di un italiano cardinale [Memorias y digresiones de un italiano cardenal]”.

Biffi es recordado sobre todo como arzobispo de Bolonia, desde 1984 al 2003. Pero en el libro él recorre su entera vida, desde el nacimiento en la Milán obrera hasta cuando se convirtió en sacerdote, después en profesor de teología, párroco, arzobispo y finalmente cardenal.

En el prólogo, Biffi reporta estas palabras de san Ambrosio, gran arzobispo de la Milán del IV siglo, su amado “padre y maestro”:

“Para un obispo no hay nada tan riesgoso frente a Dios y tan vergonzoso frente a los hombres, como el no proclamar libremente el propio pensamiento”.

Y puntualmente, en las 640 páginas del volumen, el pensamiento de Biffi prorrumpe en plena libertad, punzante, irónico, anticonformista.

No hay pasaje crucial de la vida de la Iglesia que no caiga bajo su juicio afilado y con frecuencia sorprendente.

Es una sorpresa, por ejemplo, que señale como “el Papa más grande del siglo veinte” a Pío XI, que es quizá el Papa más dejado y olvidado hoy.

Es una sorpresa descubrir que, cuando era arzobispo de Bolonia, él, tan criticado por haber definido preferible acoger en Italia inmigrantes cristianos en vez de inmigrantes musulmanes, hospedó por muchas noches en una iglesia un tupido grupo de magrebinos sin hogar, en las semanas más crudas del invierno.

También los silencios son elocuentes. A Joseph Ratzinger el libro le dedica escasas referencias. Pero el lector entiende por muchos indicios que Biffi tiene una altísima estima por el actual Papa. Una estima intercambiada por la invitación a predicar en el Vaticano los ejercicios espirituales de la cuaresma del 2007 que le hizo Benedicto XVI.

En cambio, el casi silencio sobre el cardenal Carlo Maria Martini – del que Biffi fue obispo auxiliar por cuatro años en Milán – hace transparentar un juicio inexorablemente crítico. Inmediatamente antes de liquidar en pocas líneas el nombramiento del célebre jesuita como arzobispo de Milán, al final del 1979, Biffi pone en claro que la época luminosa de los grandes obispos de Milán del siglo XX – herederos genuinos de san Ambrosio y san Carlos Borromeo – ya había concluido con el antecesor de Martini, Giovanni Colombo.

Y por otro silencio – el que en el libro envuelve al sucesor de Martini, el cardenal Dionigi Tettamanzi – se saca que tampoco con el actual obispo de Milán la estación de los grandes pastores “ambrosianos” y “borromeos” dé signos de retomarse.

El por qué está bien explicado. Para Biffi un obispo es grande cuando gobierna la Iglesia “con el calor y la certeza de la fe, la concreción de las iniciativas y de las obras, la capacidad de responder a las interpelaciones de los tiempos no con concesiones o mimetismos sino tomando del patrimonio inalienable de la verdad”. Evidentemente, a juicio de Biffi, ni Martini ni Tettamanzi corresponden a este perfil.

Otra personalidad que Biffi somete a crítica severa es don Giuseppe Dossetti, en su juventud un importante hombre político – admirado en aquellos años por el mismo Biffi – después sacerdote y monje, muy activo consultor del cardenal Giacomo Lercaro en el Concilio Vaticano II y arquetipo de la “escuela de Bolonia” y de la interpretación del Concilio como ruptura con el pasado y nuevo inicio.

Biffi escribe que Dossetti mantuvo hasta lo último “una obsesión primaria y permanente por la política, que alteraba su perspectiva general”. Además le imputa una “insuficiente fundación teológica”.

Dossetti ha sido el hombre que en el último medio siglo ha influido más sobre las orientaciones de la élite intelectual de la Iglesia italiana.

En cambio, el líder espiritual italiano que a juicio de Biffi ha intuido con más lucidez la misión y los peligros para la Iglesia en el mundo de hoy ha sido don Divo Barsotti, recordado con admiración más veces en el libro.

Las memorias del cardenal Biffi son una lectura obligada para quien quiera observar el recorrido actual de la Iglesia desde una visión fuera de los esquemas, y al mismo tiempo autorizada. Pero son también una lectura cautivadora, que aferra desde las primeras páginas por la brillantez de la escritura, siempre sobria y esencial.

Son el relato de una vida integralmente dedicada a la Iglesia. A continuación se reportan algunos pasajes: sobre Juan XXIII, sobre el Concilio Vaticano II y sus recaídas, sobre el “mea culpa” de Juan Pablo II y, finalmente, sobre el último cónclave, con el discurso completo – hasta ayer secreto – dirigido por el cardenal Biffi al futuro Papa.

Un papa – Benedicto XVI – que en aquella fecha estaba todavía por elegir. Sin embargo tan semejante a las expectativas de este gran elector suyo.


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Juan XXIII: Papa bueno, mal maestro
(pp.177-179)

El Papa Roncalli murió en la solemnidad de Pentecostés, el 13 de junio de 1963. También yo lloraba, porque tenía una invencible simpatía por él. Me encantaban sus gestos “irrituales”, y me alegraban sus palabras frecuentemente sorprendentes y sus salidas extemporáneas.

Solo la evaluación de algunas frases me dejaba titubeante. Y eran precisamente las que más fácilmente que otras conquistaban las almas, porque se presentaban conformes a las instintivas aspiraciones de los hombres.

Estaba, por ejemplo, el juicio de reprobación sobre los “profetas de desventura”.

La expresión se hizo y se mantuvo popularísima y es natural: a la gente no le gusta los aguafiestas; prefiere a quien promete tiempos felices en vez de quien presenta temores y reservas. Y yo también admiraba el valor y el empuje espontáneo de este “joven” sucesor de Pedro en los últimos años de su vida.

Pero recuerdo que casi inmediatamente me asaltó una duda. En la historia de la Revelación, usualmente también los anunciadores de castigos y calamidades fueron los verdaderos profetas, como por ejemplo Isaías (capítulo 24), Jeremías (capítulo 4), Ezequiel (capítulos 4-11).

Jesús mismo, leyendo el capítulo 24 del Evangelio de Mateo, sería contado entre los “profetas de la desventura”: las noticias de futuros hechos y de próximas alegrías no se refieren como norma a la existencia de aquí abajo, sino a la “vida eterna” y el “Reino de los Cielo”

En la Biblia son más bien los falsos profetas los que proclaman frecuentemente la inminencia de horas tranquilas y serenas (véase el capítulo 13 del libro de Ezequiel).

La frase de Juan XXIII se explica con su estado de ánimo del momento, pero no debe ser absolutizada. Por el contrario, estará bien escuchar también a aquellos que tienen alguna razón de poner alerta a los hermanos, preparándoles para las posibles pruebas, y aquellos que consideran oportunas las invitaciones a la prudencia y la vigilancia.

“Es necesario mirar más a lo que nos une que a lo que nos divide”. También esta sentencia – hoy muy repetida y apreciada, casi como la regla de oro del “diálogo” – nos viene de la época joánica y nos transmite la atmósfera de la misma.

Es un principio de comportamiento de evidente sensatez, que se debe tener presente cuando se trata de simple convivencia y de discusiones de la sencillez de lo cotidiano.

Pero se convierte en absurdo y desastroso en sus consecuencias, si se le aplica a los grandes temas de la existencia y particularmente a la problemática religiosa.

Es conveniente, por ejemplo, que se use este aforismo para salvaguardar las relaciones de buena vecindad en un condominio o la rápida eficiencia de un consejo comunal.

Pero es un problema si lo dejamos inspirar en el testimonio evangélico frente al mundo, en nuestro esfuerzo ecuménico, en la discusión con los no creyentes. En virtud de este principio, Cristo podría volverse la primera y más ilustre víctima del diálogo con las religiones no cristianas. El Señor Jesús ha dicho de sí, aunque es una de sus palabras que tendemos a censurar: “Yo he venido a traer la división” (Lucas 12,51).

En las cuestiones que cuentan, la regla no puede ser otra sino esta: nosotros debemos mirar sobre todo a lo que es decisivo, sustancial, verdadero, nos divida o no.

“Es necesario distinguir entre el error y el que yerra”. Es otra máxima que es parte de la herencia moral de Juan XXIII; ella también ha influenciado el catolicismo posterior.

El principio es muy justo y toma su fuerza de las mismas enseñanzas evangélicas: el error no puede ser sino despreciado, odiado, combatido por los discípulos de Aquel que es la Verdad; mientras el que yerra – en su inalienable humanidad – es siempre una imagen viva, aunque en sus inicios, del Hijo de Dios encarnado; y por tanto debe ser respetado, amado, ayudado en lo posible.

Pero no podía olvidar, reflexionando sobre esta sentencia, que la histórica sabiduría de la Iglesia jamás ha reducido la condena del error a una pura e ineficaz abstracción.

El pueblo cristiano debe ser puesto en guardia y defendido de aquel que de hecho siembra el error, sin que por esto se deje de buscar su verdadero bien, aunque sin juzgar la responsabilidad subjetiva de ninguno, que conoce solamente Dios.

Jesús a propósito de esto ha dado a los jefes de la Iglesia una directiva precisa: aquel que escandaliza con su comportamiento y con su doctrina, y no se deja persuadir ni por amonestaciones personales, ni por la más solemne reprobación de la Iglesia, “sea para ti como un pagano y un publicano” (cfr. Mt 18,17); previendo y prescribiendo de ese modo la institución de la excomunión.


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Los engaños del Vaticano II: el "aggiornamento" y la "pastoralidad"
(pp. 183-184)

El Papa Roncalli había asignado al Concilio, como tarea y como meta, la “renovación al interior de la Iglesia”; expresión más pertinente del vocablo “aggiornamento” (también de este Papa), pero que tuvo una inmerecida fortuna.

Ciertamente no era la intención del Sumo Pontífice, pero “aggiornamento” incluía la idea que la “nación santa” se propusiera buscar su mejor conformidad no al designio eterno del Padre y su voluntad de salvación (como había siempre creído que debía hacer en sus justos intentos de “reforma”), sino a la “jornada” (a la historia temporal y mundana); y así se daba la impresión de consentir a la “cronolatría”, para usar el término censura acuñado posteriormente por Maritain.

Juan XXIII anhelaba un Concilio que lograse la renovación de la Iglesia no con las condenas, sino con la “medicina de la misericordia”. Absteniéndose de reprobar los errores, el Concilio por lo mismo habría evitado formular enseñanzas definitivas, vinculantes para todos. Y de hecho se ciñó siempre a esta indicación de inicio.

La razón espontánea y sintética de estas indicaciones era el propósito declarado de apuntar a un “Concilio pastoral”. Todos, dentro y fuera del aula vaticana, se mostraban contentos y complacidos de que sea calificado así.

Pero yo, en mi pequeño ángulo periférico, sentía nacer en mí, a mi pesar, algunas dificultades. El concepto me parecía ambiguo, y un poco sospechoso el énfasis con el que la “pastoralidad” era atribuida al Concilio en acto: ¿se quería quizá decir implícitamente que los anteriores Concilios no pretendían ser “pastorales” o que no lo habían sido suficientemente?.

¿No tenía relevancia pastoral el dejar en claro que Jesús de Nazaret era Dios y consustancial al Padre, como se había definido en Nicea?. ¿No tenía relevancia pastoral precisar el realismo de la presencia eucarística y la naturaleza sacrificial de la misa, como había ocurrido en Trento?. ¿No tenía relevancia pastoral presentar en todo su valor y en todas sus implicancias el primado de Pedro, como había enseñado el Concilio Vaticano I?.

Se entiende que la intención declarada era la de poner como tema particularmente el estudio de modos mejores y de medios más eficaces de alcanzar el corazón del hombre, sin por esto disminuir la positiva consideración por el tradicional magisterio de la Iglesia.

Pero estaba el peligro de no recordar más que la primera e insustituible “misericordia” para la humanidad descarriada que, según la enseñanza clara de la Revelación, es la “misericordia de la verdad”; misericordia que no puede ser ejercitada sin la condena explícita, firme, constante, de cada tergiversación y de cada alteración del “depósito” de la fe que debe ser custodiado.

Alguno podía inclusive incautamente pensar que el rescate de los hijos de Adán dependiese más de nuestras artes lisonjeras y de persuasión, y no de la estrategia soteriológica preordenada por el Padre antes de todos los siglos, toda centrada en el evento pascual y en su anuncio; un anuncio “sin discursos persuasivos de sabiduría humana” (cfr. 1 Co 2,4). En el postconcilio no ha sido solamente un peligro.


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Sobre el comunismo tenía razón el Papa Wojtyla: el Concilio no debía callar
(pp. 184-186)

Comunismo: el Concilio no habla de él. Si se recorre con atención el índice sistemático, impresiona chocarse con este categórico silencio.

El comunismo ha sido sin duda el fenómeno histórico más imponente, más duradero, más desbordante del siglo XX; y el Concilio, que además había propuesto una Constitución sobre la Iglesia y el mundo contemporáneo, no habla de él.

El comunismo, a partir de su triunfo en Rusia en 1917, en medio siglo ya había logrado provocar muchas decenas de millones de muertos, víctimas del terror de masa y de la represión más inhumana; y el Concilio no habla de él.

El comunismo (y era la primera vez en la historia de las insipiencias humanas) había prácticamente impuesto a las poblaciones sometidas al ateísmo, como una especie de filosofía oficial y de paradójica “religión de estado”; y el Concilio, que sí se explaya sobre el caso de los ateos, no habla de él.

En los mismos años en que se desarrollaba la cumbre ecuménica, las prisiones comunistas eran todavía lugares de indecible sufrimiento y de humillación infringida a numerosos “testigos de la fe” (obispos, presbíteros, laicos convencidos creyentes de Cristo); y el Concilio no habla de él.

Aparte de los supuestos silencios en relación a las criminales aberraciones del nazismo, ¡que luego inclusive algunos católicos (también entre aquellos activos en el Concilio) han echado en cara a Pío XII!.

En aquellos años, aun percibiendo la gran anomalía de esta reserva sobre todo de parte de una asamblea que había discutido casi de todo, no me escandalicé. Más aún, debo decir que entendía los aspectos positivos de aquella línea. Y no tanto por la posibilidad, que así se perfilaba, de tratar con los regímenes comunistas la auspiciosa participación en el Concilio de los obispos controlados por ellos, cuanto por la previsión que una toma de posición cualquiera, también la más blanda y la más vigilada, habría desencadenado un aumento en la aspereza de las persecuciones, de modo que se haría más pesada la cruz que aquellos hermanos nuestros perseguidos.

En el fondo, había en todos, al menos inconscientemente, la convicción de que el comunismo era un fenómeno tan consistente que era ya irreversible: necesariamente estábamos obligados a acostumbrarnos a negociar, quién sabe por cuanto tiempo todavía.

Viéndolo bien esta era en esencia la justificación también del Ostpolitik (“política de diálogo y de deseables entendimientos con los Países del Este”) de la Santa Sede (de Juan XXIII y de Pablo VI); tal política nos parecía sanamente realista e históricamente oportuna.

Quien jamás compartió esta perspectiva fue Juan Pablo II (como entendí a partir de un diálogo tenido en el 1985). Tuvo razón él.


*   *   *


Sobre el "mea culpa" Juan Pablo II se corrigió, pero muy poco
(p. 536)

El 7 de julio de 1997 Juan Pablo II tuvo la amabilidad de invitarme a almorzar y extendió la invitación también al ceremoniero arzobispal, Don Roberto Parisini, que me acompañaba y permaneció como precioso testigo del episodio.

A la mesa, el Santo Padre en un determinado momento me dijo: “¿ Ha visto que hemos cambiado la frase de la ‘Tertio millennio adveniente’?”. El borrador, que había sido enviado con anticipación a los cardenales, traía esta expresión: «La Iglesia reconoce como propios los pecados de sus hijos»; expresión que – hice presente con respetuosa franqueza – no se podía proponer. En el texto definitivo el razonamiento apareció cambiado de la siguiente manera: «La Iglesia reconoce siempre como propios a sus hijos pecadores». Para el Papa era importante recordármelo en aquel momento, sabiendo que me habría dado gusto.

Respondí diciendo que estaba muy agradecido y manifestando mi plena satisfacción desde el punto de vista teológico. Pero me pareció que también tenía que agregar una reserva de índole pastoral: la iniciativa inédita de pedir perdón por los errores y las incoherencias de los siglos pasados desde mi punto de vista escandalizaría a los “pequeños”, los preferidos del Señor Jesús (cfr. Mt 11,25): porque el pueblo fiel, que no sabe hacer muchas distinciones teológicas, a partir de esas autoacusaciones vería amenazada su serena adhesión al misterio eclesial, que (nos lo dicen todas las profesiones de fe) es esencialmente un misterio de santidad.

Entonces, el Papa textualmente dijo: “Sí, eso es verdad. Será necesario pensar sobre ello”. Lamentablemente no lo pensó lo suficiente.


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Conclave 2005, qué le dije al futuro Papa
(pp. 614-615)

Los días más trabajosos para los cardenales son aquellos que preceden inmediatamente al cónclave. El Sacro Colegio se reúne diariamente desde las 9:30 a las 13:00h., en una asamblea donde cada uno de los presentes es libre de decir todo lo que cree.

Pero se intuye que no se puede tratar públicamente el argumento que está en lo más íntimo de los electores del futuro obispo de Roma: ¿a quién debemos elegir?.

Y así esto va a terminar en que cada cardenal es tentado de citar más que otro sus problemas y sus dificultades: o mejor, los problemas y las dificultades de su cristiandad, de su nación, de su continente, del mundo entero. Es sin duda muy útil esta general, espontánea, incondicionada reseña de información y de juicios. Pero sin duda el cuadro que resulta de ello no es un hecho alentador.

Cuál fue en aquella ocasión mi estado de ánimo y cuál mi reflexión prevalente emerge de la intervención que después de muchos asombros me decidí a pronunciar el viernes 15 de abril del 2005. He aquí el texto:

“1. Después de haber escuchado todas las intervenciones – justas, oportunas, apasionadas – que aquí han resonado, quisiera expresar al futuro Papa (que me está escuchando) toda mi solidaridad, mi simpatía, mi comprensión, y también un poco de mi fraterna compasión. Pero quisiera sugerirle también que no se preocupe demasiado por todo aquello que aquí ha escuchado y no se asuste demasiado. El Señor Jesús no le pedirá resolver todos los problemas del mundo. Le pedirá que lo quiera con un amor extraordinario: ‘¿Me amas más que estos?’ (cfr. Jn 21,15). En una ‘tira’ y ‘caricatura’ que nos llegaba de Argentina, la de Mafalda, he encontrado hace varios años una frase que en estos días me ha venido a la mente frecuentemente: ‘Ahora entiendo; – decía aquella terrible y aguda muchachita – el mundo está lleno de problemólogos, pero escasean los solucionólogos’.

“2. Quisiera decir al futuro Papa que preste atención a todos los problemas. Pero primero y más todavía que se dé cuenta del estado de confusión, de desorientación, de descarrío que aflige en estos años al pueblo de Dios, y sobre todo que aflige a los ‘pequeños’.

“3. Hace unos días escuché en la televisión a una religiosa anciana y devota que respondía así al entrevistador: ‘Este Papa, que ha muerto, ha sido grande sobre todo porque nos ha enseñado que todas las religiones son iguales’. No sé si a Juan Pablo II le hubiese gustado mucho un elogio como ese.

“4. En fin, quisiera señalar al nuevo Papa el caso de la ‘Dominus Iesus’: un documento explícitamente de acuerdo y públicamente aprobado por Juan Pablo II; un documento por el cual me gusta expresar al cardenal Ratzinger mi vibrante gratitud. Que Jesús es el único necesario Salvador de todos es una verdad que en veinte siglos – a partir del discurso de Pedro después de Pentecostés – no se había escuchado la necesidad de reclamar jamás. Esta verdad es, por decir así, el grado mínimo de la fe; es la certeza primordial, es entre los creyentes el dato simple y más esencial. En dos mil años no ha sido jamás puesta en duda, ni siquiera durante la crisis arriana y ni siquiera con ocasión del descarrilamiento de la Reforma protestante. El haber tenido que recordarla en nuestros días nos da la medida de la gravedad de la situación hodierna. Sin embargo este documento, que reclama la certeza primordial, más simple, más esencial, ha sido contestado. Ha sido contestado en todos los niveles: en todos los niveles de la acción pastoral, de la enseñanza teológica, de la jerarquía.

“5. Me contaron de un buen católico que propuso a su párroco hacer una presentación de la ‘Dominus Iesus’ a la comunidad parroquial. El párroco (un sacerdote por lo demás excelente y bien intencionado) le respondió: ‘Olvídalo. Ese es un documento que divide’. ‘Un documento que divide’. ¡Gran descubrimiento!. Jesús mismo ha dicho: ‘Yo he venido a traer la división’ (Lc 12,51). Pero demasiadas palabras de Jesús resultan hoy censuradas por la cristiandad; al menos por la cristiandad en su partes más locuaces”.








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