miércoles, 2 de noviembre de 2016

La Imposible Rehabilitación de Lutero. Enemigo Encarnizado de la Fe Verdadera - Plinio Corrêa de Oliveira

La Imposible Rehabilitación de Lutero
Enemigo Encarnizado de la Fe Verdadera
Plinio Corrêa de Oliveira


[FVN] 02/11/2016.- Ante el desconcertante intento de “revalorizar” la figura de Martín Lutero, el más distinguido apóstata, hereje, cismático, blasfemo y enemigo encarnizado de la Fe verdadera, consideramos oportuno recordar aquí algunas de sus notables Perversiones Doctrinales y Morales, que provocan grave estupor en los fieles cristianos y que manifiestan claramente “La Imposible Rehabilitación de Lutero”. 

El brillante pensador católico Plinio Corrêa de Oliveira, en dos artículos  publicados originalmente en “Folha de Sao Paulo” a principios de los años ochenta y que reproducimos a continuación -el primero extractado-, nos acerca algunos de los espeluznantes dichos y hechos del “Reformador” Lutero: enemigo feroz de Dios, de su Revelación y de su Santa Iglesia. ¡El más grande corruptor de la Cristiandad!


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Lutero: ¡No y No!
Plinio Corrêa de Oliveira


[…] Tengo en mente dos [libros]. Uno es La Iglesia, la Reforma y la Civilización, del gran jesuita P. Leonel Franca. Sobre el libro y su autor, los silencios eclesiásticos oficiales van dejando caer el polvo del olvido.

El otro libro es de uno de los más conocidos historiadores franceses de este siglo: Frantz Funck-Brentano, miembro del Instituto de Francia, y además protestante él mismo.

Comencemos citando trechos recogidos en la obra de este último. “Luther” (Grasset, París, 1934, 7a edición, 352 páginas).

Y vamos directamente a esta blasfemia sin nombre: “Cristo —dice Lutero— cometió adulterio por primera vez con la mujer de la fuente de quien nos habla San Juan. ¿No se murmuraba a su alrededor: «¿Qué hizo, entonces, con ella?». Después con Magdalena; enseguida con la mujer adúltera, que él absolvió tan livianamente. Así, Cristo, tan piadoso, también tuvo que fornicar antes de morir” (“Propos de table”, núm. 1472, ed. de Weimar II, 107 - cfr. op. cit., pág. 235).

Leído esto, no nos sorprende que Lutero pensara —como apunta Funck-Brentano— que “ciertamente Dios es grande y poderoso, bueno y misericordioso (...), pero [Dios] es estúpido —«Deus est stultissimus» (“Propos de table”, núm. 963, ed. de Weimar, I, 478). Es un tirano. Moisés procedía, movido por su voluntad, como su lugarteniente, como verdugo que nadie superó, ni aún igualó, en asustar, aterrorizar y martirizar al pobre mundo” (op. cit., pág. 230).

Lo anterior es estrictamente coherente con esta otra blasfemia que convierte a Dios en el verdadero responsable por la traición de Judas y por la rebelión de Adán: “Lutero —comenta Funck-Brentano— llega a declarar que Judas, al traicionar a Cristo, procedió bajo la imperiosa decisión del Todopoderoso. «Su voluntad (la de Judas) era dirigida por Dios; Dios lo movía con su omnipotencia». El propio Adán, en el paraíso terrenal, fue coaccionado a proceder como procedió. Estaba colocado por Dios en tal situación, que le era imposible no caer” (op. cit., pág. 246).

También coherente con esta abominable secuencia, un panfleto de Lutero titulado “Contra el pontificado romano fundado por el diablo”, de marzo de 1545, Lutero no llamaba al Papa “Santísimo”, según la costumbre, sino “infernalísimo”, y agregaba que el Papado siempre se mostró sediento de sangre (cfr. op. cit., págs. 337-338).

No sorprende que, movido por tales ideas, Lutero escribiese a Melanchton, a propósito de las sangrientas persecuciones de Enrique VIII contra los católicos de Inglaterra: “Es lícito encolerizarse cuando se sabe qué especie de traidores, ladrones y asesinos son los papas, sus cardenales y legados. Plazca a Dios que varios reyes de Inglaterra se empeñaran en acabar con ellos” (op. cit., pág. 254).

Por eso mismo también exclamó: “Basta de palabras. ¡El hierro! ¡El fuego!” Y añadió: “Castigamos a los ladrones a espada; ¿por qué no hemos de agarrar al Papa, a los cardenales y a toda la pandilla de la Sodoma romana y lavarnos las manos en su sangre?” (op. cit., pág. 104).

Este odio de Lutero lo acompañó hasta el fin de su vida. Afirma Funck-Brentano: “Su último sermón público en Wittenberg es del 17 de enero de 1546: el último grito de maldición contra el Papa, contra el sacrificio de la misa [1], contra el culto de la Virgen” (op. cit., pág. 340).

No asombra que grandes perseguidores de la Iglesia hayan festejado su memoria. Así, “Hitler mandó proclamar fiesta nacional en Alemania la fecha conmemorativa del 31 de octubre de 1517, cuando el fraile agustino rebelde fijó, en las puertas de la iglesia de Wittenberg, las famosas 95 proposiciones contra la supremacía y las doctrinas pontificias” (op. cit., pág. 272).

Y a pesar de todo el ateísmo oficial del régimen comunista, el doctor Erich Honnecker, presidente del Consejo de Estado y del Consejo de Defensa (el primer hombre de la República Democrática Alemana), aceptó encabezar el comité que, en plena Alemania roja, organizó las aparatosas conmemoraciones de Lutero este año (cfr. “German Comments”, Osnabrück, Alemania occidental, abril de 1983).

Nada más natural que el fraile apóstata haya despertado tales sentimientos en un líder nazi y más recientemente en el líder comunista.

[…] Sólo me queda por citar, en el próximo artículo, La Iglesia, la Reforma y la Civilización, del gran sacerdote Leonel Franca.


Nota: 
[1] Nota del Traductor: Para medir el odio de Lutero al sacrificio de la Misa —en el que el propio Jesucristo renueva de manera incruenta el sacrificio de la Cruz—, sirven de muestra estas frases: “Sí, yo lo digo, todos los prostíbulos... todos los homicidios, muertes, robos y adulterios, son menos perjudiciales que la abominación de la Misa papista”. Para el heresiarca teutón, el sacerdote que ofrezca “la misa como un sacrificio… es el auge de la perversidad” (Luis Sergio Solimeo, O simbólico gesto do Papa Francisco comemorando o heresiarca Lutero, http://www.abim.inf.br/o-monge-apostata-lutero-o-heresiarca/).


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¡Lutero Piensa que es Divino!
Plinio Corrêa de Oliveira


No comprendo cómo hombres de Iglesia contemporáneos, incluso de los más cultos, doctos o ilustres, mitifiquen la figura de Lutero, el heresiarca, en el empeño de favorecer una aproximación ecuménica, de inmediato con el protestantismo, e indirectamente con todas las religiones, escuelas filosóficas, etc. ¿No disciernen ellos el peligro que a todos nos acecha al fin de este camino, o sea, la formación, en escala mundial, de un siniestro supermercado de religiones, filosofías y sistemas de todo orden, en que la verdad y el error se presentarán fraccionados, mezclados y puestos en alboroto? Ausente del mundo sólo estaría –si hasta allá se pudiese llegar– la verdad total; esto es, la fe católica apostólica romana, sin mancha ni defecto.

Sobre Lutero –a quien cabría, bajo cierto aspecto, el papel de punto de partida en esa marcha hacia la confusión total– publico hoy algunos tópicos más que muestran bien el olor que su figura revoltosa esparciría en ese supermercado, o mejor, en esa morgue de religiones, de filosofías, y del propio pensamiento humano.

Según prometí en el artículo anterior, los tomo de la magnífica obra del padre Leonel Franca S.J., La Iglesia, la Reforma y la Civilización (Editora Civilização Brasileira, Río de Janeiro, 3ª ed., 1934, 558 pp.).

Elemento absolutamente característico de la enseñanza de Lutero es la doctrina de la justificación independiente de las obras. En términos más llanos, de que los méritos superabundantes de Nuestro Señor Jesucristo por sí solos aseguran al hombre la salvación eterna. De modo que se puede llevar en esta tierra una vida de pecado, sin remordimientos de conciencia, ni temor de la justicia de Dios.

La voz de la conciencia era, para él, no la de la gracia, sino ¡la del demonio!

Por eso escribió a un amigo que el hombre vejado por el demonio, de vez en cuando “debe beber con más abundancia, jugar, divertirse y hasta cometer algún pecado en odio y provocación al diablo, para que no le demos ocasión de perturbar la conciencia con pequeñeces (...) Todo el Decálogo se nos debe apagar de los ojos y del alma, a nosotros tan perseguidos y molestados por el diablo” (M. Luther, “Briefe, Sends breiben und Bedenken”, ed. De Wette, Berlín, 1825-1828 – cfr. op. cit., pp. 199-200).

En el mismo sentido, escribió también: “Dios solo te obliga a creer y a confesarlo. En todas las otras cosas te deja libre y señor de que hagas lo que quisieres, sin peligro alguno de conciencia; antes es cierto que, de sí, a Él no le importa, ni siquiera si dejases a tu mujer, huyeses de tu señor y no fueses fiel a ningún vínculo. ¿Y qué le importa (a Dios), si haces o dejas de hacer semejantes cosas?” (“Werke”, ed. de Weimar, 12, pp. 131 ss. – cfr. op. cit., p. 446).

Tal vez aún más taxativa es esta incitación al pecado, en carta a Melanchton, del 1 de agosto de 1521: “Sé pecador, y peca fuertemente (esto peccator et pecca fortiter), pero con más firmeza aún cree y alégrate en Cristo, vencedor del pecado, de la muerte y del mundo. Durante la vida presente debemos pecar. Basta que por la misericordia de Dios conozcamos al Cordero que quita los pecados del mundo. De él no nos ha de separar el pecado, aunque cometiésemos por día mil homicidios y mil adulterios” (“Briefe, Sendschreiben und Bedenken”, ed. De Wette, 2, p. 37 – cfr. op. cit. p. 439).

Tan descabellada es esta doctrina, que el propio Lutero a duras penas conseguía creer en ella: “Ninguna religión hay en toda la tierra, que enseñe esta doctrina de la justificación; yo mismo, aunque la enseñe públicamente, con gran dificultad la creo en particular” (“Werke”, ed. de Weimar, 25, p. 330 – cfr. op. cit., p. 158).

Pero los efectos devastadores de la predicación que Lutero confesaba tan insincera, él mismo los reconocía: “El Evangelio encuentra hoy en día adherentes que se persuaden de que no es otra cosa que una doctrina que sirve para llenar el vientre y dar rienda suelta a todos los caprichos” (“Werke”, ed. de Weimar, 33, p. 2 – cfr. po. cit., p. 212).

Y Lutero agregaba, acerca de sus secuaces evangélicos, que “son siete veces peores que antes. Después de la predicación de nuestra doctrina, los hombres se entregaron al robo, a la mentira, a la impostura, a la depravación, a la embriaguez y a toda especie de vicios. Expulsamos un demonio (el papado) y vinieron siete peores” (“Werke”, ed. de Weimar, 28, p. 763 – cfr. op. cit., p. 440).

“Después que comprendimos que las buenas obras no son necesarias para la justificación, quedamos mucho más descuidados y fríos en la práctica del bien (...) Y si hoy se pudiese volver al antiguo estado de cosas, si de nuevo reviviese la doctrina que afirma la necesidad de hacer bien para ser santo, otra sería nuestra alegría y presteza en el ejercicio del bien” (“Werke”, ed. de Weimar, 27, p. 443 – cfr. op. cit., p. 441).

Todas esas demencias explican que Lutero llegase al frenesí del orgullo satánico, diciendo de sí mismo: “¿Este Lutero no os parece un hombre extravagante? En cuanto a mí, pienso que él es Dios. Si no, ¿como tendrían sus escritos y su nombre el poder de transformar mendigos en señores, asnos en doctores, falsificadores en santos, lodo en perlas?” (Ed. Wittemberg, 1551, t. 4, p. 378 – cfr. op. cit., p. 190).

En otros momentos, la opinión que Lutero tenía de sí mismo era mucho más objetiva: “Soy un hombre expuesto y envuelto en el mundo, en la crápula, en los movimientos carnales, en la negligencia y en otras molestias, a las que vienen a juntarse las de mi propio oficio” (“Briefe, Sendschreiben und Bedenken”, ed. De Wette, 1, p. 232 – cfr. op. cit., p. 198). Excomulgado en Worms en 1521, Lutero se entregó al ocio y la molicie. Y el 13 de julio escribió a otro prócer protestante, Melanchton: “Yo aquí me encuentro, insensato y endurecido, establecido en el ocio, ¡oh dolor!, rezando poco, y dejando de gemir por la Iglesia de Dios, porque en mis carnes indómitas ardo en grandes llamaradas. En suma, yo que debo tener el fervor del espíritu, tengo el fervor de la carne, de la lujuria, de la pereza, del ocio y de la somnolencia” (“Briefe, Sendscheiben und Bedenken”, ed. De Wette, 2, p. 22 – cfr. op. cit. p. 198).

En un sermón predicado en 1532: “en cuanto a mí, confieso –y muchos otros podrían sin duda hacer igual confesión– que soy descuidado tanto en la disciplina como en el celo, soy mucho más negligente ahora que bajo el papado; nadie tiene ahora por el Evangelio el ardor que se veía otrora” (“Saemtliche Werke”, ed. de Plochman-Irmischer, 28 (2), p. 353 – cfr. op. cit. p. 441).

¿Qué de común se puede encontrar, pues, entre esta moral, y la de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana?








1 comentario:

  1. Cuanto debemos rezar hoy por la Iglesia Católica... Gracias a la querida "Frater" que en todos estos años ha sido un faro que ilumina nuestro camino en el seguimiento de Jesucristo en Su Iglesia. Uno de estos viernes me tienen ahí.
    CGB

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