miércoles, 27 de julio de 2016

Coram Deo: Misa de Cara al Señor [Primera Parte] - P. José María Iraburu

Coram Deo: Misa de Cara al Señor
[Primera Parte]
P. José María Iraburu


En el año 2014 el Padre Iraburu publicó en su blog “Reforma o Apostasía” unos artículos dedicados a la Liturgia. De esa serie, dos abordaron puntualmente el tema de la “Misa de Cara al Señor”. A continuación podrán leer el primero de ellos.


[InfoCatólica] La celebración de la santa Misa de cara a los fieles se hizo común a partir de las reformas litúrgicas posteriores al Concilio Vaticano II. Este cambio, más importante de lo que pueda aparecer a primera vista, ha sido discutido no poco y merece la pena reconsiderarlo. ¿Cuándo, dónde y por qué se tomó esa decisión?

–1964. La instrucción Inter Oecumenici (26-IX-1964), editada por el Cardenal Larraona, prefecto de la entonces Sagrada Congregación de Ritos, y por el Cardenal Lercaro, presidente del Consilium para la renovación postconciliar de la Liturgia, estableció lo que sigue:

«Constrúyase el altar separado de la pared, de modo que se le pueda rodear fácilmente y la celebración se pueda realizar de cara al pueblo. El altar ocupe el lugar que sea de verdad el centro hacia el que espontáneamente converja la atención de toda la asamblea de los fieles». «Praestat ut altare maius extruatur a pariete seiunctum, ut facile circumiri et in eo celebratio versus populum peragi possit; in sacra autem aede eum occupet locum, ut revera centrum sit quo totius congregationis fidelium attentio sponte convertatur» (n. 91).

–1975 y 2000. La norma fue integrada literalmente en la Instrucción General del Misal Romano (1975, n. 262) en la sección que trata del altar. Este importante documento fue revisado quince años más tarde y Juan Pablo II lo promulgó (2000), conservando la misma estructura y título: Institutio Generalis Missalis Romani. En él se repite textualmente la norma citada, y se añade la frase que indico en cursiva:

«Constrúyase el altar separado de la pared, de modo que se le pueda rodear fácilmente y la celebración se pueda realizar de cara al pueblo, lo cual conviene que sea posible en todas partes. El altar ocupe el lugar que sea de verdad el centro hacia el que espontáneamente converja la atención de toda la asamblea de los fieles». «Altare maius exstruatur a pariete seiunctum, ut facile circumiri et in eo celebratio versus populum peragi possit, quod expedit ubicumque possibile sit. Altare eum autem occupet locum, ut revera centrum sit ad quod totius congregationis fidelium attentio sponte convertatur» (n. 299).

Es de señalar que en realidad no se prescribe que el sacerdote celebre la Misa de cara al pueblo, sino que, cautelosamente, se manda solo que el altar en todas partes haga posible la celebración de cara al pueblo. En cuanto a que «pueda ser rodeado fácilmente» es norma tradicional, pues eso permite que el altar pueda ser ungido convenientemente al ser consagrado (Pontifical Romano tradicional, en el capítulo Sobre la dedicación de las iglesias), y pueda también ser rodeado en una incensación completa (Misal de San Pío V, ed. 1962). La aplicación de la norma fue universal e inmediata; pero muy pronto la norma tuvo impugnadores. Citaré a uno de los más prestigiosos.

–1992. La obra “¡Vueltos hacia el Señor!” (Zum Herrn hin) de Klaus Gamber (1919-1989) es quizá la obra de divulgación más completa sobre el tema que nos ocupa . El enlace que acabo de dar [Nota de FVN: hemos puesto un enlace distinto, puesto que el enlace original esta caduco] proporciona el acceso al texto íntegro del libro (ed. Renovación, Madrid 1996). Mons. Gamber, fundador del Instituto Litúrgico de Ratisbona, Alemania, resume en esta obra investigaciones anteriores publicadas por él mismo, y demuestra la falta de fundamento histórico y los inconvenientes de la vuelta de los altares para celebrar la Misa de cara al pueblo. El Cardenal Ratzinger, en el prólogo de la obra (18-XI-1992), hace notar que la misma tesis es mantenida por otros autores, «como F. J. Dölger, J. Braun, J. A. Jungmann, Erik Peterson, Cyrille Vogel, el Rev. Padre Bouyer, por citar sólo algunos nombres eminentes». Podrían añadirse a éstos otros, comenzando por el propio Ratzinger, «Celebración de la fe» (Tequi 1985, 131-137), el Cardenal Decourtray («Église de Lyon» 5-V-1992), o el P. Gélineau, S. J., «El santuario y su complejidad» («Maison-Dieu» 63, 1960, 53-68). Muy valiosa es la obra del alemán Uwe Michael Lang, oratoriano radicado en Londres, «Volverse hacia el Señor» (orig. 2004; ed. Cristiandad, Madrid 2007, 166 pgs.), también prologada con gran elogio –«es una guía inestimable»– por el Cardenal Ratzinger.


El P. Gamber dedica varios capítulos del libro a documentar cómo la celebración de la Misa «coram Deo», orientados todos, sacerdote y pueblo, hacia el Señor, «ad Dominum», está ampliamente testimoniada por los escritos de los Padres, por las fuentes litúrgicas y los datos arqueológicos. Y recuerda que Martín Lutero, en su opúsculo «La misa alemana y el orden del culto divino» (1526), afirmaba que «entre verdaderos cristianos, será necesario que el altar no quede como está y que el sacerdote se vuelva siempre hacia el pueblo, como sin duda lo hizo Cristo durante la cena» (26-27). Pero, «antes de Martín Lutero, en parte alguna se encuentra la idea del sacerdote vuelto hacia la asamblea durante la celebración de la Santa Misa, ni tampoco a favor de esta manera de ver se puede invocar ningún descubrimiento arqueológico» (63). Hace notar Gamber que, por otra parte, «si se quiere resaltar el carácter de cena de la celebración eucarística, el simple hecho de celebrar versus populum no sería suficiente para dar este carácter, pues sólo el “presidente de la cena” se coloca en la mesa. El resto de los “participantes de la cena” se colocan en la nave, como en un “sala de espectáculo”, sin relación directa con la “mesa de la cena”» (64-65).

«Personalmente creo que la introducción de altares cara el pueblo y la celebración orientada hacia éste, es mucho más grave y engendradora de problemas para la evolución futura que el nuevo misal. Porque en la base de esta nueva colocación del sacerdote con respecto al altar –y sin duda alguna, se trata aquí de una innovación, no de un retorno a una costumbre de la Iglesia primitiva– hay una nueva concepción de la misa, que hace de ella una “comunidad del banquete eucarístico”. Todo lo que primaba hasta ahora, la veneración cultual y la adoración a Dios, así como el carácter sacrificial de la celebración, considerada como representación mística y actualización de la muerte y resurrección del Señor, pasa a segundo plano» (9-10). 

Pero recordemos la doctrina católica sobre la naturaleza de la Misa.

La Misa es sacrificio y es cena. La Eucaristía actualiza la última Cena del Señor, en la que Jesús realiza por primera vez la ofrenda sacrificial de su cuerpo, «que se entrega», y de su sangre, «que se derrama», para la salvación de muchos. El Card. Ratzinger aseguraba a Mons. Lefebvre (cta. 20-VII-1983) que el carácter sacrificial de la Eucaristía, negado por Lutero, está muy suficientemente afirmada en el Rito general y en las Plegarias eucarísticas del «Novus Ordo». El Misal de Pablo VI «contiene el venerable Canon Romano y las demás Plegarias eucarísticas, que hablan de una manera muy clara del Sacrificio… “Sic fiat sacrificium nostrum in conspectu tuo hodie… Orate, fratres, ut meum ac vestrum sacrificium”»… En efecto, la Iglesia católica siempre ha afirmado, en los Padres, en Concilios, en Encíclicas modernas, la condición sacrificial de la Misa. Más aún, cree que ésta es la naturaleza más profunda de la Eucaristía.

«Como sabemos –escribe Gamber– Lutero negó el carácter sacrificial de la misa: no veía en ella más que la proclamación de la Palabra de Dios, a la que seguía la celebración de la Cena. De aquí su exigencia de que el celebrante estuviera vuelto a la asamblea. Cierto [que] modernos teólogos católicos no niegan directamente el carácter sacrificial de la misa, pero les gustaría hacerlo pasar a un segundo plano a fin de poder resaltar mejor el carácter de cena de la celebración. La mayoría de las veces por consideraciones ecuménicas en favor de los protestantes; pero descuidando en su ecumenismo a las Iglesias orientales ortodoxas, para las que el carácter sacrificial de la divina liturgia es un hecho indiscutible» (60). Esa atenuación en el signo de la condición sacrificial de la Misa contrasta notablemente con la doctrina católica de siempre, también de hoy.

La naturaleza primaria del Misterio Eucarístico como Sacrificio de la Nueva Alianza ha sido frecuentemente profesada también por los últimos Papas. Pío XII desarrolla esa doctrina de la fe en forma admirable (enc. Mediator Dei, [1947], 84-119), y su enseñanza es continuada por sus sucesores.

Pablo VI. Debemos recordar «lo que es como la síntesis y punto central de esta doctrina, es decir, que por el Misterio Eucarístico se representa de modo admirable el sacrificio de la Cruz consumado de una vez para siempre en el Calvario… La Iglesia, al desempeñar la función de sacerdote y víctima juntamente con Cristo, ofrece toda entera el sacrificio de la Misa, y toda entera se ofrece en él» (Mysterium fidei, [1965], 4). «Nosotros creemos que la Misa, que es celebrada por el sacerdote representando la persona de Cristo, es realmente el sacrificio del Calvario, que se hace sacramentalmente presente en nuestros altares» (Credo del Pueblo de Dios, [1968], 24).

Juan Pablo II. «“El Señor Jesús, la noche en que fue entregado” (1Cor 11, 23), instituyó el Sacrificio eucarístico de su cuerpo y de su sangre… Este sacrificio es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo después de habernos dejado [en la Eucaristía] el medio para participar de él, como si hubiéramos estado presentes… Ésta es la fe de la que han vivido a lo largo de los siglos las generaciones cristianas. Ésta es la fe que el Magisterio de la Iglesia ha reiterado continuamente… No afirmó [Jesús] solamente que lo que les daba de comer y beber [a sus discípulos] era su cuerpo y su sangre, sino que manifestó su valor sacrificial, haciendo presente de modo sacramental [en la Eucaristía] su sacrificio, que cumpliría después en la cruz algunas horas más tarde… En efecto, “el sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio” (Catecismo 1367)» (Ecclesia de Eucaristía, [2003], 11-12).

Benedicto XVI. «Jesús es el verdadero cordero pascual que se ha ofrecido espontáneamente a sí mismo en sacrificio por nosotros, realizando así la nueva y eterna alianza. La Eucaristía contiene en sí esta novedad radical, que se nos propone de nuevo en cada celebración» (Sacramentum caritatis, [2007], 9). Recuerda el Papa que la misma “Ordenación General del Misal Romano” (n.78) declara que en la Misa «se realiza el sacrificio que el mismo Cristo instituyó en la última Cena» (ib. 48).


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El altar de cara el pueblo, sin embargo, en el lenguaje no verbal de los signos, parece acentuar en la Eucaristía su verdadera y tradicional condición de CenaMissa in Coena Domini, la del Cenáculo, la cena que anticipa el banquete en el reino de los cielos–; pero atenúa su carácter de Sacrificio. Por el contrario, la tradición más que milenaria de la Iglesia, sabiendo que el sentido sacrificial es el más importante de la Misa, al celebrar la Eucaristía ha significado más el altar del sacrificio, que el de mesa del sagrado convite. Autores fidedignos afirman que la celebración de la Misa «versus populum» es ajena a la tradición de la Iglesia. 

Así, Klaus Gamber: «Jamás ha habido ni en la Iglesia de Oriente ni en la de Occidente celebraciones [de la Eucaristía] versus populum (cara al pueblo), sino que siempre todos se volvían hacia el oriente para rezar ad Dominum (hacia el Señor)» (26). El P. Josef Jungmann, S.J., el autor de la obra clásica “Missarum solemnia”, asegura igualmente que «la afirmación, tan a menudo repetida, de que el altar de la iglesia primitiva suponía siempre que el sacerdote estaba vuelto al pueblo, se comprueba que es una leyenda» («Der Seelsorger» 1967; Gamber, 38). Por otra parte, es de notar que esta tradición de la Iglesia es común a «todas las religiones que tienen una liturgia determinada para llevar a cabo el sacrificio… El oficiante está separado de la muchedumbre y se pone delante de ésta, ante el altar y vuelto hacia la divinidad. De siempre, las personas que ofrecen un sacrificio [cultual] están vueltas hacia aquel a quien se destina el sacrificio y, en absoluto, hacia los que participan en la ceremonia» (59).

El altar grande, como una gran mesa de convite, expresa también más la Eucaristía en cuanto mesa de la sagrada Cena, que como altar del Sacrificio eucarístico. Por eso, por la razón ya aducida, la tradición antigua y medieval acostumbró poner en el centro del presbiterio y del ábside un altar más bien pequeño, el ara del sacrificio. El P. Gamber confiesa, «me gustaría que se volviese a formas simples [del altar], tal como las que habitualmente estaban en uso en el primer milenio, tanto en la Iglesia de Oriente como en la de Occidente, formas que ponían muy de relieve el carácter del altar cristiano, lugar del sacrificio de la Nueva Alianza» (10). Es cierto, sin embargo, que estos altares relativamente pequeños eran a veces ornamentados con frontales y manteles sumamente preciosos.

Por otra parte, la costumbre de adosar el altar al muro se inició en la baja Edad media, y prevaleció ampliamente en el Barroco, cuando altares pequeños o grandes quedaban como abrumados bajo la grandiosidad de unos retablos que no pocas veces eran de una belleza muy notable y de un gran valor catequético y devocional. En todo caso, el hecho de que sacerdote y pueblo se orientaran coram Domino expresaba con claridad que el ministro oficiante, ante todo y sobre todo, estaba ofreciendo a Dios con el pueblo, también oferente, el sacrificio de la sagrada Eucaristía.

La historia, pues, de las formas litúrgicas ha privilegiado siempre la expresión del Misterio eucarístico como sacrificio celebrado en un altar coram Domino. Es ésta una realidad clave, que Klaus Gamber declara en el inicio del prólogo de su obra: «El altar se refiere siempre a un sacrificio ofrecido por un sacerdote. Altar, sacerdote y sacrificio van al unísono, como decía San Juan Crisóstomo: “Nadie puede ser sacerdote sin sacrificio”» (9). En las “Plegarias eucarísticas”, así como en el rito común de toda Misa, se acentúa de forma muy predominante, también en el “Novus Ordo”, la condición sacrificial de la Eucaristía.

Y el predominio histórico del «altar» sobre la «mesa» en la Eucaristía se manifiesta también en la misma terminología de los Misales, Sacramentarios, ritos de Consagración de iglesias, etc.: desde los más antiguos hasta los más recientes, como la “Ordenación General del Misal Romano” de Pablo VI (nº 295-308), al regular la celebración de la Misa, todos hablan casi siempre del altar, y sólo algunas veces de la mesa del altar.

En realidad, desde la misma institución de la Eucaristía, Cena y Sacrificio, mesa y altar, son realidades inseparables, que en modo alguno deben contraponerse. Como bien dice la instrucción general del Misal nuevo, «el altar, en el que se hace presente el sacrificio de la Cruz bajo los signos sacramentales, es también la mesa del Señor, para participar en la cual, se convoca el Pueblo de Dios a la Misa» (OGMR 296).


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La celebración de la Eucaristía coram populo ha tenido y tiene graves consecuencias, algunas negativas. Siendo la Eucaristía «fuente y cumbre de toda la vida cristiana» (LG 11), es impensable que un cambio de 180º en la posición del sacerdote respecto del pueblo en la Misa no traiga consigo muy notables consecuencias en el modo de entender el Mysterium fidei y de celebrarlo. Y algunas, ciertamente, han sido negativas. La primera, ya señalada, es la debilitación de la fe en que la Misa es principalmente un sacrificio; debilitación no sólo en los fieles: ¡también en el propio sacerdote! Esa costumbre litúrgica, sin duda, ha contribuido a que con gran frecuencia el presbítero se considere pastor que guía al pueblo cristiano, pero no sacerdote que ofrece el sacrificio eucarístico. Incluso no es una rara excepción el presbítero que siente aversión por la misma palabra sacerdote, sacerdocio, sacrificio litúrgico. Pero a estos inconvenientes principales han de añadirse muchos otros.

–Como señala el P. Gamber, «se querría evitar hoy dar la impresión de que la “santa mesa” pueda ser un altar del sacrificio. Sin duda es también la razón por la que casi en todas partes sólo se pone en el altar un solo ramo de flores, como si fuese la mesa de una comida de familia, así como dos o tres velas, que generalmente se colocan al lado izquierdo de la mesa, mientras que el jarro con flores se pone al otro lado. Se busca la ausencia de simetría…; sólo se quiere una mesa para la comida y no un altar» (59). –Muchos jolgorios eucarísticos actuales (globitos, palmadas, coro con batería en el presbiterio, cantautores y demás) no tendrían lugar si, celebrando coram Deo, creciera la conciencia de que en «el altar se hace presente el sacrificio de la Cruz bajo los signos sacramentales». –A los sacerdotes, por otra parte, no suele resultarnos agradable vernos constituidos visualmente como centro principal de la celebración eucarística, y tener veinte, cien o mil ojos fijos en nosotros. Es normal que esto suceda en las lecturas y en la homilía, pero en los ritos iniciales y, en general, en toda la liturgia sacrificial, cuando estamos dirigiendo al Señor la gran plegaria eucarística, más coherente sería orar con el pueblo coram Deo que versus populum. –Y si algún presbítero representa como actor creativo su papel, animando y dirigiendo los cantos, andando por el presbiterio con el micrófono inalámbrico en la mano, haciendo largas moniciones, quiebra con esa actitud su propia condición, la de aquel que oficia en cuanto ministro sagrado, altera  la sacralidad del ambiente y el ritmo de la celebración. Creo que es realista afirmar que la eliminación del vestir eclesiástico y la celebración de la Misa de cara al pueblo han sido dos de los factores más importantes para el profundo cambio de talante del sacerdote, secularizando su figura de ministro sagrado del Señor.

–En muchos casos la representación del sacerdote centro-actor de la Misa desagrada y distrae no poco a los fieles-espectadores. «Colocándose detrás del altar, observa el P. Gamber, la mirada vuelta hacia el pueblo, el sacerdote se convierte, desde el punto de visto sociológico, en un actor, que depende totalmente de su público, y en un vendedor que tiene algo que vender» (57). –Por otra parte, la exposición visual continua frente al pueblo no suele ayudarnos a los sacerdotes en la oración, sobre todo en iglesias reducidas. De hecho, muchos sacerdotes mantenemos los ojos bajos o cerrados en buena parte de la Misa. Como es de experiencia, los cristianos, sacerdotes o laicos, cuando fuera de la Misa quieren orar, muy frecuentemente cierran los ojos, o los fijan en un crucifijo o una imagen, y en lo posible buscan un lugar recogido. Es normal que así se ayuden para recoger la mente en Dios y a elevar a Él el corazón. No se les ocurre ponerse a orar frente a un grupo de fieles que les estén mirando. Y sin embargo ésa es la situación creada cuando el sacerdote, en los momentos supremos de la oración litúrgica, ha de hacerla de cara al pueblo. –El sacerdote, «sobre todo celebrando la Eucaristía, hace presente a Cristo, Cabeza de la comunidad, en el ejercicio de su obra de redención humana y de perfecta glorificación de Dios… Él mismo hace sacramentalmente presente a Cristo, Salvador de todo el hombre» (Sínodo III, 1971, I, 4). Y en este sentido, aunque parezca contradictorio, cuanto el sacerdote menos centre la mirada sobre sí mismo, más transparenta a Cristo, y mejor cumple su ministerio.

Puede, sin embargo, el sacerdote celebrar la Misa coram populo expresando con signos elocuentes el Sacrificio eucarístico, en toda su grandeza. Esto debe quedar muy claro. No exageremos las dificultades. Lo conseguirá si en sus homilías y catequesis habla al pueblo de la Misa como sacrificio, glosando lo que tantas veces afirman las Plegarias eucarísticas, la oración de ofrenda propia del día y en tantas otras ocasiones. Lo conseguirá también si, evitando gestos personales y explicaciones superfluas, se hace invisible, aunque está a la vista de todos, porque guarda cuidadosamente a lo largo de toda la celebración una actitud de sagrado oficiante ministerial, y no de actor con expresiones y gestos propios, personales, ateniéndose con total fidelidad a los textos y actitudes señalados en el propio Misal Romano.

Las moniciones de entrada pueden emplearse con frecuencia para mostrar a los fieles la Misa como Sacrificio eucarístico. –«Pidamos al Señor que perdone nuestros pecados, para que podamos celebrar dignamente el Sacrificio de la Nueva Alianza». –«Antes de ofrecer a Dios el Sacrificio eucarístico, pidámosle que purifique con su perdón nuestros corazones»… etc. Si en moniciones y sobre todo en la predicación los sacerdotes confesamos con frecuencia la fe católica en la condición sacrificial de la Eucaristía, hay grandes probabilidades de que, Deo adiuvante, terminen los fieles por enterarse de nuevo de lo que realmente están viviendo en la Misa, el misterio de la Cruz, como testigos videntes en la fe. No hagamos, pues, caso de aquellos teólogos y liturgistas que desaconsejan hablar a los fieles del «Sacrificio. Esta palabra suscita en muchos rechazo… La idea de sacrificio llevaría consigo inconscientemente la idea de venganza, linchamiento»… (Olegario González de Cardedal: Cristología, BAC, Madrid 2001, 540-541).


* * *


Benedicto XVI propuso La Cruz sobre el altar como un buen recurso para solucionar los inconvenientes serios, que él mismo señaló en varias ocasiones, del altar coram populo. Ya la Ordenación del Misal Romano dispone, fiel a la tradición, que «sobre el altar, o cerca de él, colóquese una cruz con la imagen de Cristo crucificado, que pueda ser vista sin obstáculos por el pueblo congregado… para que recuerde a los fieles la pasión salvífica del Señor» (308). Esta solución, la Cruz sobre el altar, como fácilmente puede apreciarse, no resuelve por completo los inconvenientes aludidos, aunque los atenúa. Pero, en todo acaso, acepta como premisa mayor fija que el sacerdote habrá de seguir celebrando la Misa vuelto al pueblo; o como algunos llegan a decir, en barbaridad máxima, «dando la espalda al pueblo» (*).

Más completa es la solución sugerida por Uwe Michael Lang y algunos otros teólogos y liturgistas: celebrar la Misa de cara al pueblo en la parte primera, en los ritos introductorios y en la Liturgia de la Palabra, con el sacerdote en la sede o el ambón. Y «en cambio, para la Liturgia de la Eucaristía en sentido estricto, sobre todo para el Canon, es más que conveniente que la asamblea entera, incluido el celebrante, esté orientada hacia el Señor» (134; cf. 23). En el Prólogo de esta obra, Ratzinger, como en otras ocasiones anteriores, expresa esta misma preferencia. En todo caso, quede claro que la celebración coram populo no se exige como algo necesario en la norma actual.

Efectivamente, en la forma ordinaria de celebrar hoy la Eucaristía no es obligatorio el altar vuelto hacia el pueblo. En la forma extraordinaria, la de la Misa tradicional, está mandado que el altar sea coram Deo. Pero el Novus Ordo, por el contrario, no opta en forma obligatoria por la celebración de la Misa coram populo.

«Se ha preguntado a la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos si el enunciado del nº 299 de la Institutio Generalis Missalis Romani constituye una norma por la que, durante la liturgia eucarística, ha de considerarse excluida la posición del sacerdote versus absidem.
«La Congregación… responde: Negative et ad mentem. La mens comprende diferentes elementos que tomar en cuenta.
«Ante todo, se ha de tener en cuenta que la palabra expedit [conviene que sea posible en todas partes] no constituye una forma obligatoria, sino una sugerencia que se refiere tanto a la construcción del altar a pariete seiunctum, como a la celebración versus populum… Se reafirma que la posición hacia la asamblea parece más conveniente, ya que hace más fácil la comunicación (cf. Editorial de Notitiae 29 [1993] 245-249), sin que, no obstante, se excluya la otra posibilidad [coram Deo]» (25-IX-2002).

Firma la respuesta el Cardenal chileno Jorge A. Medina Estévez, Prefecto de la Congregación. Él fue quien dispuso que se realizara el signo de la cruz en todos los ritos de bendición (24-IX-2002), como siempre se había hecho, y que los renovadores litúrgicos habían eliminado en casi todos los ritos del nuevo “Bendicional”.

La “Ordenación General del Misal Romano”, que regula las Misas según el “Novus Ordo”, describe una celebración de la Eucaristía en la que el sacerdote se orienta coram Deo, no coram populo. Así lo hace notar el oratoriano P. Louis Bouyer, gran conocedor de la historia de la liturgia, en el “Epílogo” de la obra de Klaus Gamber, tanto en la edición francesa como en la española. Después de identificarse Bouyer con las tesis de la obra, y declarar que «la denominada misa “cara al pueblo” no es más que un total contrasentido o más bien un puro sin sentido», añade una observación obvia, que para muchos sin embargo será desconocida:

«Nada está más en contra no sólo de “toda” la auténtica tradición cristiana… sino también del “nuevo Misal”, si es que se toman tiempo para leer sus rúbricas. ¿No se prescribe que el sacerdote “se vuelva a los fieles” cada vez que se dirija a ellos y no a Dios en la plegaria común? Lo que no tendría sentido, en el caso de que el sacerdote esté vuelto a los fieles» (Vueltos 73-74). Así es, en efecto. La “Ordenación General del Misal Romano” –y lo mismo las rúbricas del Ordinario de la Misa– describe una celebración eucarística en la que el sacerdote –o el diácono– está orientado coram Deo, igual que el pueblo, al que da la espalda. 

Por eso manda que, al principio de la misa, «vuelto hacia el pueblo (versus ad populum) y extendiendo las manos, el sacerdote lo saluda» (124). En la Oración de los fieles, el diácono, el cantor u otro –el sacerdote– «vuelto hacia el pueblo, propone las intenciones» (138). En las ofrendas, «el sacerdote, de pie, vuelto hacia el pueblo, invita al pueblo a orar, diciendo: Orad, hermanos» (146). Antes de la comunión, el sacerdote «vuelto hacia el pueblo, anuncia la paz, diciendo: La paz del Señor esté siempre con vosotros» (154). Poco después, eleva la Hostia consagrada, y «vuelto hacia el pueblo, dice: Éste es el Cordero de Dios» (157); y después, «vuelto hacia el altar, el sacerdote dice en secreto: “el cuerpo de Cristo me guarde”, etc.» (158). Y una vez dada la bendición final, «el diácono [o el sacerdote] despide al pueblo, vuelto hacia él, diciendo con las manos juntas: Podéis ir en paz» (185). Parece claro que se describe una Misa celebrada coram Deo.

Quiera Dios que en la Iglesia quede establecido que la Misa actual, al modo ordinario, sea coram Domino, sacerdote y fieles orientados todos hacia el altar, hacia la Cruz, bien visible al fondo del ábside o del muro. Si la Misa actual en el modo ordinario se celebrara coram Deo ganaría muchísimo la sacralidad del acto y la significación de la Misa como sacrificio. Ninguna dificultad hay para ello, pues, como hemos visto, es lo que la Ordenación General del Misal Romano describe. No hay tampoco para ello dificultades materiales importantes, pues en muchos casos, quizá en la mayoría, estando el altar exento, bastaría con que el sacerdote se situara frente al altar, con una gran Cruz enfrente, todos conversi ad Dominum.

Persisten todavía convicciones ideológicas contrarias muy arraigadas y difundidas. Pero cada vez son más, creo yo, los teólogos y liturgistas que reconocen la conveniencia de que, al menos en la Liturgia de la Eucaristía, sacerdote y fieles deben unirse en la oración y la ofrenda en una misma dirección, coram Deo. Uwe Michael Lang llega a estimar que «la recuperación de esa idea es indispensable para la buena salud de la Iglesia de hoy» (38). Pidamos, pues, al Señor que la Misa católica recupere una fisonomía sacrificial mucho más expresada en el signo del altar vuelto hacia Él. «Pedid y se os dará» (Mt 7, 7). Todo hace pensar que recibiremos lo que pedimos, pues esa súplica pide lo que Dios está queriendo concedernos.


P. José María Iraburu



(*).– El Señor Obispo de Sâo Carlos (Sâo Paulo, Brasil), en el artículo “El regreso a la Edad Media” (Boletín diocesano, 2012), resistiendo al motu proprio “Summorum Pontificum”, sin nombrarlo, declaraba sinceramente: «No consigo entender cómo, en pleno siglo XXI, existan personas que quieren el regreso de la Misa en latín, con el sacerdote celebrando “de espaldas al pueblo”». Los términos coram Deo, coram Dominum, versus ad Deum, conversi ad Dominum, ad absidem, él venía a entenderlos y traducirlos según la expresión «de espaldas al pueblo».






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Para leer la Segunda Parte de este artículo, haga click en el siguiente enlace:




1 comentario:

  1. Gracias por publicar este artículo, fundamental para valorar la tradición católica en relación con la Santa Misa.
    Albert

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