sábado, 2 de mayo de 2020

Predicar a Jesucristo - Mons. Héctor Aguer

Predicar a Jesucristo
Mons. Héctor Aguer


Aguer es Arzobispo emérito de La Plata, Argentina; Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas; Académico Correspondiente de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro; es también Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma). En este artículo refiere que el anuncio de Cristo incluye la presentación del programa de «vida nueva» asentada en la fe y que debe desplegarse en el amor -agápe- hasta la plenitud de la santidad.


[InfoCatólica/FVN] La misión de la Iglesia es siempre anunciar a Jesucristo, procurar que sea conocido y amado por todos los hombres de todos los tiempos, y que el programa de vida formulado en su predicación sea abrazado y cumplido, en orden a la salvación universal, y a la plena realización del Reino de Dios. Así lo entendieron los Apóstoles, y así lo trasmitieron a sus sucesores.

Dos expresiones netas de ese mandato se encuentran en los últimos versículos de los Evangelios de Mateo y de Marcos. Se considera que el de Mateo fue compuesto alrededor del año 80. El encargo consiste en amaestrar (mathetéusate) a todas las naciones (pánta tà éthne), bautizarlas (baptídzontes), y enseñarles (didáskontes) a cumplir todo lo que Él nos ha mandado. Hoy diríamos que la evangelización incluye trasmitir la moral cristiana (Mt 28, 19 s.). Según los especialistas, el Evangelio de Marcos fue escrito unos diez años antes; sería el más antiguo de los cuatro. El mandato de Jesús aparece en un apéndice, de fecha posterior, y que la Iglesia considera canónico, es decir, que forma parte de la Revelación. Dice así: «Vayan por todo el mundo, anuncien (kerýxate) el Evangelio a toda la creación (notar la totalidad, sin exclusiones: todo el mundo, toda la creación). El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará» (Mc 16, 15s.). La cruda alternativa del resultado está expresada en los términos que son habituales en el Nuevo Testamento: sothesetai - katakri thesetai; el versículo 16 contrapone redención cumplida y condenación en el juicio futuro: promesa y amenaza. No quiero ser suspicaz, pero me llama la atención que en algunas citas del pasaje se suprima el versículo 16.

El Leccionario litúrgico incluye el texto de Marcos el Sábado de la Octava de Pascua; allí se omite el versículo en el que se registra la doble respuesta posible (creer - no creer), y su consecuencia (salvación o condenación). En la Exhortación Apostólica Postsinodal del Papa Francisco, «Querida Amazonia» (n. 64) se reproduce el mandato, pero también aquí se suprime el versículo 16; el texto ha sido mochado. Ahora bien, es evidente que los vv. 15 y 16 son inseparables en la redacción. El padre Marie-Joseph Lagrange, en su clásico comentario, decía: «Predicado el Evangelio, el mundo y cada persona deberán tomar posición. De un lado la fe, seguida de la salvación; del otro el rechazo de creer (rehusarse) y la condenación». No corresponde, entonces, eliminar lo que allí el evangelista pone en boca del Señor, sobre las consecuencias de aceptar o no aceptar el Evangelio. Parece un detalle, pero se puede pensar que responde a una actitud generalizada en las últimas décadas; yo suelo designarla como «buenismo».

En el Evangelio de Juan (3, 17-18) encontramos una formulación paralela: Dios envió a su Hijo para que el mundo se salve (hína sothe) no para juzgarlo (hína kríne). Juzgar tiene aquí el sentido de condenar; poco más adelante se dirá que el incrédulo «no verá la vida, sino que la cólera (orgé) de Dios permanece sobre él» (ib. 36).

Lo dicho sobre el mandato del Señor y la misión de la iglesia es de máxima seriedad para el destino humano. La fe en Jesús tiene una importancia capital, y depende del anuncio de su Nombre: «No existe bajo el cielo otro Nombre (ónoma) dado a los hombres, por el cual podamos salvarnos» (Hch 4, 12). Este es el kérygma que ha sido encomendado a la Iglesia.

Anunciar a Jesucristo es darlo a conocer, a Él, Dios verdadero y hombre verdadero; los misterios de su vida, su muerte y resurrección, y su Parusía, que dará conclusión a la historia. Así comprendieron los Apóstoles el mandato de evangelizar. Pablo conjura a Timoteo: «Acuérdate de Jesucristo» -se refiere a su mesianidad y su resurrección- «evitando los discursos huecos y profanos» (2 Tim 2, 8). El discípulo debe «conservar lo que se le ha confiado», el auténtico y bello depósito (paratheke) de la fe (ib. 1, 13). El que enseña otra cosa (la heterodidaskalía) y no la kat eusébeian didaskalía, la doctrina conforme al respeto y amor que se debe a la Palabra de Dios, es un orgulloso (la expresión original indica que está vacío e inflado, lleno de humo) (1 Tim 6, 3-4), que no sabe nada. Más todavía, Pablo ordena a su discípulo que impida la enseñanza de doctrinas extrañas (otra vez, la heterodidaskalía), de «mitos y genealogías interminables» (ib. 1, 3). Ya entonces asomaba el gnosticismo, que se desarrollaría ampliamente en los siglos siguientes; esta herejía aspiraba a un conocimiento superior y más amplio que la fe, en el cual el «misterio que veneramos» (ib. 3, 6), Jesucristo y su obra salvadora, queda diluido. Una cautela para tomar en cuenta en los procesos de evangelización de culturas ancestrales, cuyos mitos, que pueden ser atrayentes y contener valores, deberían ser cribados objetivamente, sin romanticismo.

En el centro de ese misterio que veneramos refulge la cruz gloriosa; no saber otra cosa -era la aspiración del Apóstol- más que Cristo crucificado (1 Cor 2, 2), «escándalo para los judíos y locura para los paganos» (1 Cor 1, 23 ss.). Skándalon se llama el lazo puesto en el camino para hacer caer, obstáculo o piedra de tropiezo; moría equivale a locura, insensatez. Hoy sigue siendo igual; la cuestión no es hacernos simpáticos, disimulando ese rigor, con el propósito de ser aceptados. No resulta. Nos complace hablar de la resurrección, pero no tanto de la cruz; ahora bien, sin cruz no hay resurrección.

Es bastante común actualmente descalificar, de modo directo o indirecto, la trasmisión de las verdades católicas, una predicación que tenga por contenido a Jesucristo y los misterios de la fe: se hace de ello una caricatura, como si pretendiera imponer un código doctrinal, y no se dirigiera a la vez a la inteligencia y al corazón. San Francisco de Sales escribió que «el Esposo celestial, queriendo dar comienzo a la publicación de su Ley, derramó sobre la asamblea de discípulos que había reunido para ese oficio lenguas de fuego, mostrando por ese medio que la predicación evangélica está totalmente destinada a abrazar los corazones».

Se establece, muchas veces, una falsa oposición entre doctrina y pastoral; ocuparse de la enseñanza de la doctrina, centrarse en esta actividad, no sería «pastoral». Esta es una clásica muletilla, repetida desde hace varias décadas. No se advierte que así se vacía a la Iglesia de sus tesoros, se la deja anémica e inerme ante los errores que reinan en la cultura vivida, y se hunde a los fieles en la confusión. La preocupación pastoral de la Iglesia le impone iluminar las realidades del mundo de hoy, y juzgar acerca de ellas a la luz del depositum fidei; su ejercicio no debe alienarse en los niveles psicológico, sociológico y político. Contamos con una Tradición que no repite constantemente lo mismo, sino que ofrece la riqueza de siglos de vivencia de la fe, y de aplicación a la realidad mundana de cada época; tiene un carácter homogéneo y analógico, que sirve de guía y modelo para afrontar los problemas actuales desde nuestra identidad, con lucidez y posibilidad cierta de frutos.

La afirmación de la verdad de Cristo no es óbice para el desarrollo de un sincero diálogo interreligioso; el desafío consiste en no confundir y descartar como proselitismo la presentación oportuna de la verdad cristiana, con la intención irrenunciable de que todas las naciones, todos los hombres, lleguen a aceptar el Evangelio. El Concilio Vaticano II, en la Declaración «Nostra aetate», al referirse a las diversas religiones no cristianas, recordaba que la Iglesia «anuncia y tiene la obligación de anunciar constantemente a Cristo, que es el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa, y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas» (n. 2).

Existe una dificultad mayor que los posibles escollos que surjan, para la predicación, en el diálogo interreligioso; es el avance universal de una oposición a toda trascendencia en el pensamiento y la conducta concreta de muchos pueblos, por ejemplo, en naciones que fueron oficialmente católicas. La cultura que se impone globalmente, con poderosos medios de comunicación, y amplio sostén financiero, no solo se opone a la verdad cristiana, sino también a todo sentimiento y pensamiento religioso.

Conviene, a propósito, obtener alguna inspiración meditando en la experiencia de San Pablo, en el Areópago de Atenas. El hallazgo de un altar dedicado al Dios Desconocido (Agnosto theo) sugiere a Pablo desarrollar un discurso racional acerca de Dios -lo que empleando el nombre que acuñó Leibniz podemos llamar teodicea-; lo presenta como un anuncio (katangéllo): en ese Dios que es accesible al conocimiento racional «vivimos, nos movemos y existimos». Contra los ídolos se afirma que «nosotros somos de su raza» (Hch 17, 23 ss.). La segunda parte de la intervención del Apóstol es el discurso propiamente cristiano: Dios juzgará al mundo por medio del Hombre que ha resucitado de entre los muertos, verdad en la cual se basa la invitación a arrepentirse (v. 30 ss.). Algunos se burlan al oír anastásin nekron, resurrección de los muertos; otros remiten el asunto para «otro día» -quizá se interesaban de algún modo en él-. Dionisio y Dámaris aceptan el mensaje cristiano.

En muchos ambientes parece imprescindible comenzar por esta dimensión natural, metafísica, del conocimiento de Dios, para elevar a las almas confundidas por el materialismo y el ateísmo siquiera implícito, por la ausencia de Dios y el desinterés por él. En el diálogo interreligioso desarrollado con sinceridad y rigor objetivo, se puede preparar ese «otro día», en que se esté en condiciones de poner atención a la proclamación del Evangelio.

El anuncio de Cristo incluye la presentación del programa de vida nueva asentada en la fe, y que debe desplegarse en el amor -agápe- hasta la plenitud de la santidad. La predicación apostólica señala las implicancias de ese desarrollo vital del cristiano. La vida nueva exige hacer morir (nekrosate) la persistencia del pecado. Pablo indica vicios típicamente paganos: fornicación -pornéia, término que designa todos los desarreglos sexuales-, impureza o inmundicia, depravación -akatharsía-, la agitación del alma entregada a las pasiones -páthos-, los malos deseos -epithymía kake-, la codicia, avaricia o amor al dinero, que es una idolatría -pleonexía-. También exhorta el Apóstol a deponer la ira -orge-, la indignación -thymós-, la maldad -kakía-, la blasfemia -el nombre trascribe simplemente el original griego-, y las palabras torpes o mentirosas -aisjología-. Este desarrollo de la Carta a los Colosenses (3, 5 ss.) encuentra paralelos en la Carta a los Romanos (1, 24-32) y Primera a los Corintios (6, 12 ss): las costumbres paganas penetraban en las comunidades, compuestas por fieles provenientes de la gentilidad.

Actualmente se verifica un fenómeno semejante entre los «paganos bautizados» que no llevan una vida eclesial. Esta realidad cultural que sigue creciendo no es reconocida por muchos pastores de la Iglesia, cuya miopía tiene bases ideológicas. No se enseñan los mandamientos de la Ley de Dios, los preceptos de la Torá de Israel asumidos y profundizados por Jesús, en el Sermón de la Montaña. Especialmente se silencia el sexto mandamiento del Decálogo; y se descalifica como obsesos sexuales a quienes advierten su importancia, sobre todo para la educación en la vida cristiana de adolescentes y jóvenes. Inculcar los mandamientos sería imponer un «código moral», incompatible con la visión romántica que se difunde del proceso de evangelización e inculturación. Salta a la vista una curiosa contradicción: los que desconocen el carácter plenario de la moral cristiana, que comporta asimismo una dimensión negativa, como aparece claro en los textos apostólicos citados anteriormente, incurren en un moralismo social frenético: la predicación, que pierde el equilibrio objetivo de sus contenidos, parece reducida a la insistente vindicación de los pobres, y a menudo se le reconoce el colorido de ideologías políticas.

El Catecismo de la Iglesia Católica, y el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia ofrecen orientaciones seguras para el empeño en la sociedad civil, y el compromiso de los fieles por la justicia. No es un moralismo; se trata del anuncio plenario de Jesucristo, Salvador y Rey. En este punto me permito una boutade: en la Iglesia se habla incansablemente de los pobres, y los pobres se hacen evangélicos, porque quieren que se les hable de Jesús. De Jesús, la Ley de Dios, la gracia y el pecado, el cielo y el infierno. No son ricos, ni gente de educación eximia, quienes emigran hacia las numerosas denominaciones evangélicas, sino bautizados católicos, algunos -o muchos- de los cuales habrán recibido la catequesis elemental previa a la única Comunión, pero que nunca se habían encontrado con Jesús. Tengo la impresión de que estos hechos no son pensados, estudiados, evaluados, por aquellos que deberían hacerlo.

Otra dimensión del olvido de Jesús es el descuido de los sacramentos. San León Magno dijo que «lo que era visible en nuestro Salvador, ha pasado a los misterios del culto» (in sacramenta transivit). En la Eucaristía, como sabemos, se da la presencia verdadera, real y sustancial del Señor bajo los velos del sacramento; en los otros, la presencia de su poder que perdona, hace crecer en la gracia, alimenta la nueva vida recibida en el bautismo, el rito que le da origen. Es esa la fuente del estilo de vida propiamente cristiano.

El descuido que he señalado se verifica en la situación prácticamente universal de la liturgia, que ha perdido la exactitud objetiva que le corresponde, la solemnidad y la belleza; la forma queda al arbitrio del celebrante, y de las «comunidades» que adoptan las creaciones arbitrarias. Me consta que muchísimos fieles, no pudiendo hacer otra cosa, las sufren.

El moralismo social torna innecesarias las fuentes de la gracia. He oído esta gansada clásica proferida por un sacerdote: no hay que quejarse de la imposibilidad de comulgar porque en estos días de cuarentena las iglesias están cerradas, «Jesucristo son los otros». No falta algún obispo que piense lo mismo: el empeño social puede remplazar al culto, es más importante que la Misa. El error fundamental es presentar como alternativas ambas dimensiones, que son, ambas, modos muy diversos de presencia del Señor. Aquella proposición es antiteológica.

No se advierte que la adoración y el culto sacramental es la fuente sobrenatural de la misión de la Iglesia, de su justa crítica social, y de su trabajo en favor de los pobres. Lo primero que les debemos a estos es Jesucristo. Desgraciadamente, muchas actitudes actuales implican una desfiguración naturalista y temporalista de la misión eclesial. ¿A eso se llama «Iglesia en salida»? Podríamos preguntarnos: ¿qué sitios abandona al salir, y hacia dónde se dirige? No son caminos valiosos -en los procesos de inculturación- la adopción de paradigmas y místicas ajenos y entusiasmantes para componerlos con lo propio, que es siempre actual porque se renueva desde dentro de sí mismo.

El anuncio de Jesús, la predicación que presenta su Persona de Verbo eterno encarnado en una humanidad unívoca con la nuestra, nos permite una comprensión verdaderamente cristiana del misterio de Dios, y su designio de salvación universal, así como nos abre a la participación en la comunión del Hijo con el Padre en el Espíritu Santo. Escribió muy bien Ratzinger - Benedicto XVI; «El discípulo que camina con Jesús es, en cierto modo, coenvuelto con Él en la comunión con Dios». En esta trascendencia de los límites del ser-hombre consiste la salvación.








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