Desde muy pequeñito san Pío de Pietrelcina experimenta un amor muy grande por la Santísima Virgen María. Su primer peregrinaje siendo un niño de 8 años fue a la Virgen de Pompey, la Virgen del Rosario, cerca de Nápoles.
En su casa de Pietrelcina, como en todas las familias italianas de la época, el Rosario era la oración familiar. Se encontraban alrededor del fuego todas las noches antes de ir a dormir rezando el Rosario. Pero cuando la Virgen apareció en Fátima como la Virgen del Rosario y recomendó el Rosario como oración potente para obtener todo bien y alejar todo mal, Padre Pío hizo del Rosario su oración incesante e incansable de día a día. Decía: “¿si la Virgen Santa lo ha siempre calurosamente recomendado donde quiera que ha aparecido, no nos parece que deba ser por un motivo especial?”.
El Padre Pío consideraba a la Virgen Santísima especialmente como Madre, la Madre de Jesús y después la Madre nuestra espiritual. Son miles de veces que el Padre Pío llama a María con el dulce nombre «Madre» o «Madrecita».
Decía: “¡Cuántas veces he confiado a esta Madre las penosas ansias de mi corazón agitado y cuántas veces me ha consolado en mis grandes aflicciones. Al no tener ya madre en esta tierra de angustias, no puedo olvidar que tengo una muy amante y misericordiosa en el cielo. ¡Pobre Madrecita mía, cuánto me quiere! Lo he llegado a comprobar muchas veces, de manera bien elocuente, al despuntar este hermosísimo mes de mayo. Con qué cuidado me ha acompañado al Altar esta mañana. ¡Parecía que no tenía que pensar en otra cosa sino sólo en mí, a fin de llenar mi corazón de santos afectos!”.
El amor entrañable del Padre Pío a la Virgen se expresaba de modo particular por el rezo del Santo Rosario. Él siempre llevaba un Rosario enrollado en la mano o en el brazo, como si fuera un arma contra toda clase de enemigos. Lo rezaba de continuo. En una nota, dejó escrito: “Diariamente recitaré no menos de cinco Rosarios completos”.