viernes, 28 de noviembre de 2008

Los Carismas en la Comunidad de Corinto - P. Albert Vanhoye


Los Carismas en la Comunidad de Corinto
R. P. Dr. Albert Vanhoye, S.J.


Para esta conferencia me ha parecido interesante elegir como tema “Los Carismas en la Comunidad de Corinto”. Tal elección puede suscitar cierta perplejidad: ¿porqué considerar concretamente la comunidad de Corinto? ¿Porqué no hablar más bien de la Iglesia primitiva de Jerusalén, o bien de alguna otra comunidad más antigua o más importante que la de los corintios, como la Iglesia de Antioquía o la Iglesia de Roma?

Las razones son simples: en el Nuevo Testamento la palabra griega carisma nunca es usada para describir a la Iglesia de Jerusalén ni a la de Antioquía; en cuanto a la Iglesia de Roma, no tenemos ninguna descripción al respecto. San Pablo, es cierto, ha escrito una larga carta a los cristianos de Roma, en la cual habla también de carismas (Rm 12, 6-8), pero no había estado aún entre ellos, y por tanto no estaba en condición de describir la comunidad, sino solamente con expresiones muy genéricas, como: “La fama de vuestra fe se expande por todo el mundo” (Rm 1, 8). En cambio, para “la Iglesia de Dios establecida en Corinto” (1 Cor 1, 2; 2 Cor 1, 1) tenemos en las dos cartas de Pablo una descripción muy interesante de la vida comunitaria; y esta descripción nos atestigua la importancia atribuida a los carismas. Las manifestaciones carismáticas sobreabundaban en Corinto, a tal punto que el Apóstol sintió la necesidad de tratar el problema de modo profundo. Esta discusión ocupa tres capítulos de la primera a los Corintios (12-14). La palabra griega carisma es usada cinco veces en el capítulo doce y otras dos veces en los capítulos precedentes (1, 7; 7, 7), por ende siete veces en total, mientras que se encuentra solamente diez veces en todo el resto del Nuevo Testamento.

Otra razón que nos mueve a interesarnos de los carismas en Corinto reside en el hecho de que, en las discusiones modernas sobre la organización de la Iglesia, muchos autores presentan la comunidad de Corinto como modelo de Iglesia carismática y la contraponen a la Iglesia institucional, provista de presbíteros como en Jerusalén. Esta tesis ha aparecido en Alemania en el siglo pasado. Un teólogo protestante, F. C. Baur, publicó un libro sobre el apóstol Pablo, en el cual contraponía paulinismo y petrismo. Más tarde, otro teólogo protestante, A. Harnack, propuso la distinción de dos especies de ministerios en la Iglesia primitiva, los ministerios carismáticos y los ministerios administrativos. Naturalmente, él daba la preferencia a los ministerios carismáticos. Otros, más sistemáticamente, negaron decididamente la compatibilidad de estas dos especies de ministerios y afirmaron que en realidad, al inicio la Iglesia era solamente carismática, posteriormente se volvió jurídica.

Un célebre artículo de E. Käsemann, con el título “Amt und Gemeinde” (“Función y comunidad”), no hace más que hablar de los carismas y termina con una invitación a crear una Iglesia que sea solamente carismática. Käsemann se pregunta con disgusto “porqué ni siquiera el Protestantismo nunca ha intentado seriamente de crear una organización comunitaria bajo el perfil de la doctrina paulina de los carismas”. En su libro sobre la Iglesia, H. Küng se inspira en Käsemann en muchos puntos y describe la comunidad de Corinto como un claro ejemplo de “organización carismática”, expresión de la “constitución paulina de la Iglesia”. A tal ejemplo se refiere Küng para fundar la tesis de la “estructura carismática” de la Iglesia. Más moderado que Käsemann y que otros autores protestantes, Küng no niega la validez del otro modelo –la “estructura palestina” de la Iglesia, con el presbiterado institucional-, pero defiende el derecho a la existencia de un modelo puramente carismático como aquel que pretende ver en Corinto: “La comunidad de Corinto, escribe Küng, era una comunidad de cristianos carismáticos, en la cual cada uno tenía la responsabilidad específica según el propio carisma”. “La Iglesia de Corinto, por ejemplo, no conocía ni presbíteros, ni epíscopos, ni ordenación: a excepción de la autoridad del Apóstol, la comunidad vivía únicamente de la aparición de los carismas en su seno”. Y Küng concluye que este tipo de organización -digamos, más bien, de ausencia de organización- se debería admitir todavía hoy en la Iglesia, al menos en circunstancias excepcionales.

La discusión continúa y el ejemplo de la comunidad de Corinto siempre se cita para sostener los ataques contra la “Iglesia institucional”. Todavía el año pasado (1998) un artículo de Michael Theobald sobre “El futuro del ministerio eclesial”, publicado en la revista Stimmen der Zeit 216 (1998) 195-208 y resumido en Selecciones de Teología 38 (1998) 10-17, pretendía que en las comunidades paulinas “todos los servicios eran «dones de la gracia» (“carismas”) que no actuaban sujetos al principio de autoridad” (Sel. de T., p. 13), afirmación que no tiene ninguna consideración de 1 Cor 14, 27-33.37.

Probaremos, por tanto, de hacernos una idea de las manifestaciones carismáticas que se verifican en la comunidad de Corinto; luego veremos de qué manera reacciona el apóstol Pablo; finalmente, examinaremos aquello que resulta de la relación entre carisma e institución.


1. Manifestaciones Carismáticas en Corinto

La primera carta a los Corintios nos muestra con evidencia que las manifestaciones carismáticas eran abundantes en la comunidad de Corinto. Desde el inicio de la carta, Pablo hace referencia a esto cuando dice a los corintios: “Habéis sido enriquecidos con toda clase [de gracia] en Cristo” (1, 5); “no os falta ningún carisma” (1, 7). Más adelante podemos advertir que los corintios eran ávidos de manifestaciones carismáticas; todo el discurso del apóstol a este propósito lo deja entender y, en un cierto momento, Pablo dice explícitamente: “Anheláis los dones espirituales”, literalmente anheláis los espíritus, lo cual se puede traducir “ávidos de manifestaciones carismáticas” (14, 12).

¿Cuáles eran las manifestaciones carismáticas más admiradas y por tanto más deseadas en Corinto? Para saberlo, basta analizar algunos pasajes de la carta. En 14, 26 Pablo escribe: “Cuando os reunís, cada uno tiene un salmo, tiene una enseñanza, tiene una revelación, tiene un discurso en lenguas, tiene una interpretación”. Así queda descrita al vivo la abundancia de los carismas, y al mismo tiempo se recuerda sutilmente el ingenuo orgullo de los corintios carismáticos: cada uno es consciente de tener un carisma. Pablo repite cinco veces el verbo tener; frecuentemente los traductores descuidan esta repetición y se sirven de un solo verbo para los cinco complementos. Al hacer así, no captan el valor expresivo de la frase. En efecto, Pablo nos sugiere que cada miembro de la comunidad ponía delante el propio carisma de manera de crear una atmósfera de competición y de rivalidad. “Yo tengo un salmo inspirado, de inspiración mía”, dice uno; “Yo tengo una revelación secreta, que me ha sido dada personalmente”, dice entonces otro; “Yo poseo el don de las lenguas”, dice otro; “Yo poseo la capacidad de interpretar”, etc., etc. Observamos que todos estos carismas pertenecen a la esfera del conocimiento o de la expresión -salmo, enseñanza, revelación, lengua, interpretación-, y esto corresponde a la declaración inicial del apóstol: “Habéis sido enriquecidos con todos los dones, los de la palabra y los del conocimiento” (1, 5), y a diversas notas sobre la palabra (1, 17; 2, 13; 4, 19-20; 12, 8; 14, 19), sobre lenguas (12, 10.28.30; 13, 1.8; 14, 2.4.5, etc.) y sobre el conocimiento (8, 1.7.10-11; 12, 8; 13, 2.8; en griego frecuentemente traducido con “ciencia”, mas no se trataba de nuestro concepto de ciencia, fruto de una investigación racional metódica, sino más bien de conocimiento inspirado, obtenido de modo misterioso). Los corintios por tanto estaban fascinados con cada fenómeno de iluminación sobrenatural y de inspiración extraordinaria. Los dos carismas que los impresionaban en mayor grado eran la glosolalia y la profecía; lo vemos en el modo con el que Pablo insiste sobre estos temas. Inmediatamente después de la enumeración de los carismas en 14, 26 él retoma el tema de la glosolalia, es decir, del hablar en lenguas, de lo cual ya había tratado extensamente en la primera parte del capítulo. Del hablar en lenguas pasa luego al don de la profecía (14, 29-32), como ya había hecho precedentemente (14, 3-5).

¿Qué cosa se entiende con la expresión “hablar en lenguas”? Pablo no es el único en el Nuevo Testamento en referir este carisma. También el final del evangelio de Marcos dice algo respecto de esto; entre “los signos que acompañarán a los que creen” pone el “hablar en lenguas”, precisando “lenguas nuevas” (Mc 16, 17). Lucas atestigua el fenómeno en los Hechos de los Apóstoles. Mientras en Marcos se trata de una promesa para el futuro: “hablarán lenguas nuevas”, en los Hechos por el contrario se trata de eventos acaecidos sea en Jerusalén en el día de Pentecostés (He 2, 4-11), sea en Cesarea durante la predicación de Pedro en lo de la familia de Cornelio (10, 46), sea en Efeso después de la imposición de manos hecha por Pablo a un grupo de neófitos (19, 6). Sin embargo, en ningún texto encontramos tantos detalles como los que tenemos en la primera a los Corintios. Notemos a propósito de esto que esta carta es la única en la que Pablo habla de este carisma. En la lista de carismas que él elenca en la carta a los Romanos (12, 6.8), no se menciona el “hablar en lenguas”. En cambio, en la primera a los Corintios este carisma ocupa el puesto más amplio; no digo que Pablo lo ponga en primer lugar, pero habla de él más extensamente, mostrando así que los corintios le atribuían especial importancia. Lo que Pablo dice al respecto nos permite individuar bien esta manifestación carismática; en efecto, podemos observar que se trata de un fenómeno netamente diverso de aquel descrito en los Hechos el día de Pentecostés. De hecho, Lucas refiere que la gente venida para escuchar a los apóstoles “quedó maravillada porque cada uno los oía hablar la propia lengua” (He 2, 6); todos decían estupefactos: “Los oímos anunciar en nuestras lenguas las grandes obras de Dios” (2, 11). En cambio, el hablar en lenguas descrito por Pablo no es comprensible. Pablo escribe: “El que habla en lenguas no habla a los hombres, sino a Dios; en efecto, ninguno entiende, sino que él bajo la acción de un espíritu dice cosas misteriosas” (1 Cor 14, 2). Este carismático emite sonidos que parecen formar palabras, pero no es una exposición que los otros puedan comprender. Más aún, el carismático mismo no percibe el sentido de cuanto pronuncia. Habla a Dios, pero no sabe qué cosa dice a Dios. Pablo precisa este punto en otra frase: “Cuando oro en lengua, mi espíritu ora, pero mi inteligencia queda sin fruto” (14, 14), y luego contrasta “orar con el espíritu” y “orar con la inteligencia”, “salmodiar con el espíritu” y “salmodiar con la inteligencia” (14, 15). Pablo observa que si uno alaba a Dios en espíritu, es decir, hablando en lenguas, los otros no pueden luego decir “amén” para asociarse a su plegaria porque no saben qué cosa ha dicho (14, 16).

Hace cincuenta años, esta descripción de la glosolalia suscitaba solamente perplejidad. Nos explicaban que era un carisma reservado a los primeros tiempos de la Iglesia; manifestación extraordinaria del Espíritu Santo, útil en aquel tiempo para atraer la atención sobre el mensaje cristiano y para facilitar el crecimiento de la Iglesia. Ya en el siglo V un obispo explicaba a sus oyentes que la glosolalia ya no era más útil porque, después de la conversión de tantas naciones diversas, la fe se expresaba cada día en lenguas diversas. Por tanto, la glosolalia se consideraba como una especie de curiosidad arqueológica. Ahora, con la difusión del movimiento carismático, las cosas han cambiado. Nuevamente el hablar en lenguas ha llegado a ser una experiencia viva entre los cristianos y, quizás, muchas personas aquí presentes podrían dar un testimonio directo al respecto. La diversidad de las experiencias es grande, pero muchas de las descripciones hechas corresponden bastante bien a los datos referidos por San Pablo: se trata de una actividad lingüística del todo particular, en el sentido de que la voz produce una sucesión de sonidos que asemeja más o menos a un lenguaje, donde a veces se reconocen incluso palabras de lenguas desconocidas; pero no es inteligible, corresponde a un cierto nivel de intensidad espiritual y a una actitud de unión con Dios y de alabanza; se podría comparar quizás a un modo musical de expresarse, a pesar de no ser música.

En la descripción de San Pablo hay que notar el paralelismo expresado entre lengua y espíritu y, por otra parte, la distinción establecida entre espíritu e inteligencia. Para Pablo “orar en lengua” es un modo de “orar con el espíritu” sin “orar con la inteligencia”. Esta distinción entre espíritu e inteligencia es más bien desconcertante para nosotros porque en nuestras lenguas estos dos términos han llegado a ser casi sinónimos. Es pues tanto más importante aferrar bien el pensamiento de Pablo al respecto. Aquí se encuentra la clave del problema de los carismas, así como también la explicación del gusto de los corintios por el hablar en lenguas. Para comprender el sentido antiguo de “espíritu” (“spiritus” en latín, “pneuma” en griego) es necesario observar la relación entre “espíritu” y “respirar”. Spiritus significaba ante todo “soplo”, el soplo de la respiración o el soplo del viento. “El espíritu sopla donde quiere” dice Jesús a Nicodemo (Jn 3, 8). La idea fundamental expresada por la palabra “spiritus” y “pneuma” no es por tanto la de una capacidad intelectual, sino la de un impulso, comparable al del viento. En la Biblia la primera función del espíritu no es hacer entender, sino poner en movimiento; no es iluminar, sino comunicar un dinamismo. La palabra dunamij, “fuerza”, está frecuentemente asociada a la palabra pneuma, “espíritu”. Lucas, por ejemplo, dice que Jesús inauguró su ministerio “en la fuerza del espíritu” (Lc 4,1 4) y que prometió a los Apóstoles: “Tendréis fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros” (He 1, 8). Pablo, por su parte, declara a los corintios que el propio apostolado no se basaba sobre razonamientos hábiles, sino sobre una manifestación “de espíritu y de fuerza” (1 Cor 2, 4). La cultura griega conocía desde los tiempos antiguos la tensión entre la luz de la razón, simbolizada por el dios Apolo, y el impulso oscuro del dinamismo irracional, simbolizado por Dionisios. Diversas sectas religiosas proponían a sus adherentes experiencias de este último género. Es ciertamente exaltante el sentirse invadidos por fuerzas sobrenaturales y ser así liberados de las inhibiciones que la educación racional impone a cada uno. Visiblemente los cristianos de Corinto probaban un fuerte atractivo por este género de experiencia religiosa. Estaban “deseosos de espíritu”, como les escribe san Pablo (14, 12), y consideraban que la manifestación más evidente de la presencia activa del Espíritu de Dios en ellos era el hablar en lenguas, porque quien habla así no dirige la lengua con la propia mente de manera de formar frases inteligibles, sino que se abandona a la acción de una fuerza misteriosa que dirige la lengua de un modo imprevisible, no sometido a las reglas del lenguaje ordinario. De hecho, en los Hechos, el que Cornelio y los suyos hablen en lenguas es inmediatamente reconocido como manifestación del Espíritu de Dios, prueba de que “también sobre estos paganos se había difundido el don del Santo Espíritu” (He 10, 45-46).

El otro don espiritual más apreciado era el don de profecía. Por profecía no se entiende necesariamente la predicción de eventos futuros, aun cuando tales predicciones entran en el concepto del don de profecía (en los Hechos, Lucas refiere dos casos de tales predicciones hechas por un profeta cristiano, de nombre Ágabo, quien anuncia una vez una carestía y otra vez el encarcelamiento de Pablo: He 11, 28; 21,1 0-11). El don de profecía no se define con la capacidad de preanunciar el futuro, sino con la capacidad de pronunciar palabras inspiradas. El punto común entre la glosolalia y la profecía es la inspiración, es decir, el impulso recibido del Espíritu. La diferencia está en el hecho de que, en el primer caso, la inspiración produce un lenguaje que no es inteligible, mientras que en el segundo caso, produce frases que tienen sentido. Pablo expresa claramente esta diferencia (1 Cor 14, 2-4): “El que habla en lenguas no habla a los hombres sino a Dios, puesto que ninguno comprende... Quien profetiza, en cambio, habla a los hombres para su edificación y consolación. El que habla en lenguas se edifica a sí mismo, el que profetiza edifica a la asamblea”. También Lucas indica esta función eclesial de los profetas, cuando refiere que, una vez llegados a Antioquía, “Judas y Silas, siendo también ellos profetas, hablaron mucho para animar a los hermanos y los fortalecieron” (He 15, 32). Evidentemente, aun cuando fuesen inteligibles, las palabras de los profetas eran frecuentemente desconcertantes para la razón humana. “El hombre natural -escribe Pablo- no comprende las cosas del Espíritu de Dios; ellas son locura para él; y no es capaz de entenderlas, porque sólo se las puede juzgar por medio del Espíritu” (1 Cor 2, 14). Parece que a los corintios les agradaban las palabras más desconcertantes; las consideraban signo más manifiesto de la intervención del Espíritu. Una frase de Pablo deja pensar que algún cristiano, que se consideraba inspirado, había gritado: “Jesús es anatema” (12, 3). De cualquier manera, todos querían profetizar durante la reunión de la comunidad. Había también mujeres que profetizaban, esto es, pronunciaban palabras inspiradas (11, 5); y podía suceder que estuviesen tan exaltadas como para tomar actitudes poco correctas, siguiendo el ejemplo de las profetisas paganas, si no incluso el de las ménadas o las bacantes. A veces, mientras un miembro de la comunidad estaba profetizando, otro, bajo la acción de una inspiración súbita, se levantaba y lo interrumpía para comunicar a todos la revelación recibida (cf. 14, 30).

Junto a estas manifestaciones más vistosas del Espíritu, había también cosas más ordinarias. En la frase ya citada (14, 26) Pablo no habla solamente de glosolalia y de revelación profética, sino también de enseñanza  y de interpretación. La enseñanza no presupone un estado de exaltación espiritual, ni una irrupción violenta de palabras desconcertantes. ¡Todo lo contrario! Requiere la explicación ordinaria y metódica de diversos aspectos de la realidad. Sin embargo, Pablo no da en aquel momento ninguna instrucción al respecto. Este silencio indica que la enseñanza no creaba problemas en las reuniones de la Iglesia de Corinto, no originaba confusión como la profecía y la glosolalia. Advertimos la razón: el enseñar no se presenta como una manifestación extraordinaria del Espíritu; no era por tanto objeto de competición entre los corintios.


2. Valoración Paulina

Veamos ahora de qué modo Pablo reacciona ante el entusiasmo de los corintios por las manifestaciones del Espíritu. Es útil notar que según toda probabilidad los corintios no hablaban, al respecto, de “carismas”. Hablaban de “hechos espirituales”. Pablo, en efecto, toma esta expresión para iniciar la argumentación: “Respecto a los hechos espirituales, hermanos, no quiero que quedéis en la ignorancia” (1 Cor 12, 1).

Su modo de proceder nos desconcierta. Comienza recordando a los corintios su experiencia religiosa pagana: “Sabéis -escribe- que cuando erais paganos, os dejabais arrastrar hacia los ídolos mudos, según el impulso del momento” (12, 2). ¿Qué significa este reclamo? Significa que Pablo ve un peligro de ambigüedad en el gusto de los corintios por las experiencias espirituales; y por ende quiere inculcarles la necesidad de un discernimiento. No todo entusiasmo es digno de aprobación de parte de un cristiano. Hay fenómenos espirituales turbios, una especie de comunión con fuerzas sobrenaturales oscuras, que constituyen en realidad un retorno al paganismo, una recaída en las tinieblas. No todo “espíritu” es “espíritu de Dios”. Los corintios, “deseosos de espíritu” (14, 12), corrían el riesgo de abandonarse a gravísimas desviaciones. Pablo denuncia una: “Por esto -escribe- yo os declaro que ninguno que hable bajo la acción del Espíritu Santo dice: Jesús es anatema” (12, 3). Si por tanto un miembro de la comunidad ha tenido la inspiración, es decir, el impulso interno irresistible, de proferir esta blasfemia, esta inspiración no venía del Espíritu de Dios. Pablo, notémoslo, no dice que esta persona no estaba inspirada, sino que no era una inspiración proveniente de Dios.

Inmediatamente después, el apóstol expresa otro principio, que se opone a una posible actitud negativa frente a cada inspiración. Puesto que en las experiencias de inspiración y de entusiasmo existen graves peligros para la fe y para la vida cristiana, algunos podrían haber adoptado una actitud de desconfianza sistemática hacia todo género de inspiración, hacia cada elemento de misticismo: “Atengámonos a las fórmulas de fe, dirán, fórmulas garantizadas por la predicación apostólica; atengámonos al modo ordinario de rezar; atengámonos a las instituciones; no busquemos ninguna experiencia «espiritual»”. A esta gente, Pablo rebate que, sin acoger el Espíritu Santo, no es posible pronunciar ni siquiera la fórmula de fe más breve y más fundamental, no es posible vivir como cristiano: “Ninguno puede decir: Jesús es Señor, si no bajo la acción del Espíritu Santo” (12, 3).

He aquí por tanto dos principios fundamentales: necesidad de discernir los espíritus, necesidad de acoger el Espíritu Santo. Estos dos principios guiarán toda la exposición hecha por Pablo en los capítulos sucesivos. Podemos notar que la unión de estos dos principios define la relación entre carisma e institución. El segundo principio muestra claro que la institución no basta. Por sí sola sería un cuerpo sin espíritu, es decir, sin soplo vivificante, sin dinamismo vital. El primer principio, sin embargo, revela la necesidad de la institución, porque sin institución no es posible un real discernimiento de los espíritus. El que debe discernir tiene necesidad de confrontar la experiencia subjetiva con un conjunto de datos objetivos. De otro modo, todo es vago, confuso, incierto.

Una vez dicho esto, veamos más de cerca la táctica de Pablo con sus corintios, deseosos de experiencias espirituales sensacionales. Podemos distinguir tres secciones sucesivas: la primera consiste en un movimiento amplio para ampliar el debate (12, 4-30); la segunda sección consiste en un movimiento de profundización (12, 31-13,13); la tercera consiste en instrucciones más precisas sobre los puntos en cuestión en Corinto (14, 1-40).

1. Primera sección: Pablo amplia el debate. Los corintios pensaban casi únicamente en las dos experiencias espirituales que suscitaban su entusiasmo: la glosolalia y la profecía. Muchos querían hablar en lenguas, muchos querían profetizar. Naturalmente, un entusiasmo tal no podía darse sin inconvenientes visibles. Provocaba la confusión en las reuniones de la comunidad y probablemente provocaba incomodidad a un cierto número de cristianos menos dotados bajo este aspecto, y más deseosos de orden y de recogimiento. Los cristianos menos “inspirados” se sentían despreciados, y había tensiones y divisiones en la comunidad (cf. 1, 11). Para remediar esta situación, Pablo ensancha la visual y dirige la atención sobre la multiplicidad de los dones divinos y sobre la relación de todos estos dones con la unidad de la Iglesia. Es tonto fijarse solamente en la glosolalia y en la profecía, olvidando muchos otros dones de Dios, ciertamente menos sensacionales pero no menos preciosos. Los corintios hablaban de “hechos espirituales” en el sentido de impulsos extraordinarios. Pablo usa tres términos diversos, ninguno de los cuales significa impulso extraordinario, e insiste en la diversidad: “Hay -dice- diversidad de carismas... hay diversidad de servicios... hay diversidad de operaciones...” (12, 4-6). El primer término, carisma, no significa manifestación extraordinaria del Espíritu, sino simplemente “don gratuito”; viene del verbo griego carizomai, “hacer un favor”, y está en relación con la palabra carij, “favor gratuito, gracia”. En el uso posterior, el sentido de carisma se vuelve más limitado. Una enciclopedia francesa lo define: “Nom donné à des dons spirituels extraordinaires (glossolalie, miracles, prophétie, vision...)”: nombre dado a dones espirituales extraordinarios (glosolalia, milagros, profecía, visión...). Tal definición no corresponde enteramente a la intención de Pablo, el cual quiere más bien conservar un sentido mucho más amplio y luchar contra la fascinación de las cosas extraordinarias. Esta intención suya se manifiesta claramente con los otros términos agregados, esto es, “servicios” y “operaciones”. La palabra “servicio” (diakonia) no sugiere nada de extraordinario, no es exaltante para la fantasía, sino que por el contrario expresa un trabajo humilde para la utilidad de otras personas. La palabra “operación” (evnerghma) tiene un sentido sumamente genérico, y este aspecto queda incluso remarcado por el comentario que allí agrega Pablo: “El mismo Dios obra todo en todos” (12, 6). Verdaderamente no era posible tomar una perspectiva más amplia. No sólo quien habla en lenguas o quien profetiza es instrumento de Dios, sino todo el que desempeña algún servicio; más aun, todo el que obra de algún modo. También las acciones más ordinarias y más simples tienen en Dios su origen y han de ser realizadas, en consecuencia, con acción de gracias a Dios. Un poco antes, Pablo ha dicho a los corintios: “Sea que comáis, sea que bebáis, sea que hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios” (10,31); en otra carta dirá: “Todo aquello que hacéis en palabras y en obras, todo [hacedlo] en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de Él” (Col 3,17). Así Pablo rompe la fascinación de las cosas sensacionales e invita a valorar las cosas más simples. En la lista de ejemplos dada en las frases sucesivas, Pablo comienza con los dones menos impresionantes: “A uno le es dada por el Espíritu una palabra de sabiduría; a otro, una palabra de conocimiento según el mismo Espíritu; a otro, una actitud de fe en el mismo Espíritu” (1 Cor 12,8-9): solamente después de estos ejemplos él indica los dones más vistosos, “carismas de sanaciones” y “operaciones de potencias [milagrosas]”. Relega al final de la lista los dos dones que suscitaban en Corinto el mayor entusiasmo, la glosolalia y la profecía, y los pone en el orden inverso a su renombre. Además hace acompañar a cada uno por una especie de medio de control, es decir, con la “profecía” coloca el “discernimiento de los espíritus” y con las “clases de lenguas” pone la “interpretación de las lenguas”.

Pablo subraya por tanto la amplísima diversidad de los dones y de las capacidades de la Iglesia. Al mismo tiempo, subraya con vigor los ligámenes que mantienen todos estos dones en la unidad. Es otro modo de corregir la mentalidad de los corintios. En Corinto, la insistencia excesiva sobre algunos fenómenos espirituales provocaba -como hemos dicho- confusión y división en la comunidad. Pablo invita con fuerza a los corintios a no ser tan exclusivos y a comprender que todos los carismas provienen del mismo Espíritu, todas las capacidades de servicio provienen del mismo Señor, todas las actividades provienen del mismo Dios (12, 4-6). Por ende, hay una unidad de origen que constituye un ligamen profundo entre todos los aspectos de la vida de la Iglesia. “Todas estas cosas, es el único y el mismo Espíritu quien las obra, distribuyéndolas a cada uno como quiere” (12, 11).

A esta unidad de origen corresponde lógicamente una unidad de destinación. Para expresarla, Pablo habla de la unión de todos los miembros que forman un único cuerpo. “En efecto, como el cuerpo, a pesar de ser uno, tiene muchos miembros, y todos los miembros, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo” (12, 12). Es preciso aceptar la diversidad de los dones y de las capacidades, porque esta diversidad no solamente es conciliable con la unidad del cuerpo, sino que es además necesaria para la existencia del cuerpo. “Si todo fuese un solo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo?” (12, 19). De este dato fundamental, Pablo se sirve para obviar diversos peligros, provocados en Corinto por la moda de los carismas sensacionales. Él se preocupa ante todo del caso de los cristianos menos dotados, quienes se sentían como extraños, y tenían la impresión de no formar más parte de la comunidad, porque estaban privados de estas inspiraciones potentes. Pablo les dice: “Si el pie dice: ‘Puesto que yo no soy una mano, no pertenezco al cuerpo’, no por esto no pertenece al cuerpo” (12,15). Con estas palabras, Pablo ayuda a los cristianos ordinarios a no ceder al complejo de inferioridad y a reencontrar la convicción de su plena dignidad cristiana. No es necesario poseer carismas sensacionales para formar parte de la Iglesia, cuerpo de Cristo. Pablo se dirige luego a los grandes carismáticos, los cuales estaban tentados de considerarse los únicos cristianos auténticos, despreciando a los otros; él se opone con firmeza a la ilusión de éstos: “No puede el ojo (entendamos: el cristiano profeta, que tiene las visiones) decir a la mano (esto es, al cristiano que tiene sólo una cierta capacidad de servicio): ‘No tengo necesidad de vosotros’. Más aun, aquellos miembros del cuerpo que parecen menos capaces son más necesarios, y aquellas partes del cuerpo que juzgamos menos honrosas las rodeamos de mayor respeto, y aquellas indecorosas son tratadas con mayor decencia, mientras que aquellas más decentes no tienen necesidad” (12, 21-24). La lección es transparente. Pablo solicita a los grandes carismáticos conservar cuidadosamente el sentido de la entera solidaridad eclesial y tener consideraciones especiales hacia los cristianos más ordinarios.

Dicho esto, Pablo vuelve a presentar un elenco; no dice: “de carismas”, sino: “de posiciones en la Iglesia” (en esta lista la palabra “carisma” se aplica solamente a los “carismas de curaciones”: 12, 28.30). Esta vez, Pablo afirma un cierto orden en las posiciones: “Dios ha puesto a algunos en la Iglesia en primer lugar como apóstoles, en segundo lugar como profetas, en tercer lugar como enseñantes, luego milagros, después carismas de curaciones, asistencia, gobierno, clases de lenguas” (12, 28). El elenco no es homogéneo; Pablo comienza con títulos de personas (apóstoles, profetas, enseñantes), continúa luego con nombres de acciones o de cosas (milagros, curaciones, asistencia, gobierno, lenguas). Podemos entender que los títulos de personas expresan vocaciones estables reconocidas en esta cualidad en la Iglesia. La cosa es particularmente clara para “apóstoles”; al principio de su carta, Pablo se presentó como “apóstol por vocación” (1 Cor 1, 1; similarmente Ro 1, 1). La posición de los “profetas” nos admira más aún, ya que estamos habituados a reservar este título a los profetas del Antiguo Testamento y no somos conscientes de la importancia del profetismo cristiano en los primeros tiempos de la Iglesia. La lectura del importante artículo de E. Cothenet sobre “Prophétisme dans le Nouveau Testament” es muy útil para corregir esta laguna. Demuestra el rol de primer plano tenido por los profetas cristianos para la formación de la fe y el desarrollo de la vida de la Iglesia. Contentémonos aquí con observar que la carta a los Efesios une estrechamente en dos textos el apostolado y la profecía, como fundamento de la Iglesia (Ef 2, 20) e instrumento de la revelación (3, 5); luego, en otro texto, la misma carta propone un elenco de los dones de Cristo que comienza, como aquel de 1 Cor, con el grupo de los apóstoles y el grupo de los profetas (4, 11). En la 1 Cor, el tercer grupo es aquel de los “enseñantes” (didaska álouj, del verbo didaskein, “enseñar”; la traducción con “maestros” es también posible; aquella con “doctores” en cambio no conviene más, porque este término ha tomado otros sentidos). Se trata aquí, evidentemente, de enseñanza eclesial, es decir, de catequesis, una actividad estable, necesaria para la educación de los cristianos en la fe. En cambio, para hablar de milagros Pablo no ha utilizado un título de persona; no ha dicho que Dios ha puesto en la Iglesia taumaturgos, “obradores de milagros”; Pablo ha usado simplemente el nombre de la cosa (dunameij, literalmente: “potencias”). Hacer milagros no es una función estable atribuida a una persona, no define su rol, su vocación. Lo mismo vale para los “carismas de curaciones”, nombrados inmediatamente después. Habiendo comenzado de este modo una serie impersonal, Pablo continua luego en el mismo tono, aun cuando las actividades mencionadas, las de asistencia y de gobierno, no tienen el mismo aspecto ocasional y extraordinario, sino que corresponden a una necesidad de funcionamiento continuo. En todo esto vemos que Pablo no se preocupa por dar una enseñanza completa sobre la organización de la Iglesia; le basta haber afirmado que Dios ha puesto un orden bien determinado para las funciones principales y que por otra parte hay abundancia de dones. Podemos notar sin embargo que nuevamente la glosolalia es colocada en el último lugar.

2. Ampliada de este modo la perspectiva, Pablo, en una segunda etapa, invita a los corintios a una profundización; los hace pasar del exterior al interior, es decir, de la organización externa de la Iglesia, con la multiplicidad de las funciones, al principio interno de vida, del cual depende el valor de todo el resto. Encontramos aquí el espléndido himno a la caridad, que suscita con toda justicia tanta admiración. Es leído, en general, separadamente, fuera de su contexto, como si fuese una digresión, privada de relación con la cuestión de los carismas sensacionales. En realidad la relación es estrechísima. El objetivo de Pablo es el de llevar a los corintios a redimensionar drásticamente la importancia que daban a los dos carismas más ambicionados, la glosolalia y la profecía. En la primera frase del himno a la caridad, Pablo se refiere inmediatamente a la glosolalia; en la segunda, a la profecía. Sobre la glosolalia exclama: “Aunque hablase las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tuviese caridad soy un bronce que resuena o un címbalo que tintinea” (1 Cor 13, 1). ¡Qué balde de agua fría para los entusiastas de la glosolalia! Ser parangonados con bronces y címbalos, instrumentos rumorosos, que golpean las orejas pero no expresan ningún significado ni producen melodía alguna. “Pablo -escribe P. Allo- tiene en mira, por lo que parece, la ininteligibilidad de la glosolalia; ridiculiza a los virtuosos que no tienen el verdadero amor de Dios como si imitasen el estrépito pagano los címbalos de Dionisios, de Cibeles, de los Coribantes, del tímpano de Atis, etc.”. Pablo, sin embargo, tiene la delicadeza de atenuar la ironía gracias al uso de la primera persona singular: “Aun cuando yo hablase las lenguas... yo soy un bronce...”. De este modo, los corintios no se pueden ofender. Para la profecía la descripción es más larga, la valoración menos imaginativa, pero no menos negativa; en efecto, la frase expresa un contraste fuerte entre la acumulación de los dones que enorgullecían, por un lado: “Y si tuviese la profecía y supiese todos los misterios y todo el conocimiento y si tuviese toda la fe de manera de transportar los montes...”, y, por otro lado, la sentencia breve y seca: “no soy nada”, que define la situación del profeta cuando le llega a faltar la caridad. Para dar mayor amplitud al discurso, Pablo agrega un tercer ejemplo, el de ciertas iniciativas extraordinarias, que podríamos llamar gestos proféticos: “Y si distribuyese todos mis bienes y entregase mi cuerpo para ser quemado”, también estas iniciativas tan impresionantes, que parecen demostrar la más absoluta generosidad, caen bajo el mismo veredicto cortante, si no están inspiradas enteramente por el amor: “no tienen ninguna utilidad” (13, 3).

Pablo enumera entonces las cualidades del amor cristiano, contraponiéndolas implícitamente a las tendencias vanidosas de aquellos que buscaban dones sensacionales: “La caridad es paciente, es benigna... no es envidiosa, no se jacta, no se engríe...” (13, 4). Luego Pablo retoma la contraposición explícita con los dos carismas más admirados: “La caridad nunca tendrá fin. En cambio, las profecías desaparecerán; las lenguas cesarán...” (13, 8). Y explica que estos fenómenos corresponden a una etapa inferior de la existencia, comparables a la edad menor, a la sicología infantil (13, 11). Concluye que tres cosas permanecen: “la fe, la esperanza, la caridad”, sugiriendo que los cristianos deben aficionarse ante todo a estas tres cosas, y agrega: “la más grande de estas es la caridad” (13, 13).

3. Sigue la tercer y última sección del discurso de Pablo, que consiste en instrucciones más precisas sobre los puntos en examen, con una orientación más bien inesperada. Después del gran elogio de la caridad en contraposición con la glosolalia y la profecía, se esperaría una invitación urgente a buscar únicamente el progreso de la caridad sin preocuparse más ni de glosolalia ni de profecía. En cambio, Pablo no adopta esta perspectiva. Invita sí a “buscar la caridad” (14, 1), pero no excluye la búsqueda de las otras manifestaciones del Espíritu; al contrario, lo alienta, contentándose con exhortar a preferir la profecía. Escribe: “Buscad la caridad, aspirad también a los hechos espirituales (esto es, a las manifestaciones del Espíritu), sobre todo a profetizar” (14, 1). Por tanto, a pesar de todos los inconvenientes posibles del entusiasmo de los corintios por los carismas extraordinarios, Pablo no toma una actitud negativa de prohibición sino que mantiene una actitud positiva de aliento, acompañada solamente por una escala de valores. Ya en la primera de todas sus cartas había rechazado la actitud negativa: “No apaguéis el Espíritu; no despreciéis las profecías; examinad cada cosa, quedaos con aquello que es bueno” (1 Tes 5, 19-20). Aquí confirma aquella orientación: “Por tanto, hermanos míos, aspirad a profetizar, y en cuanto a hablar en lenguas, no lo impidáis” (1 Cor 14, 39). Esta actitud es muy significativa, porque Pablo sabe muy bien que “hablar en lenguas” no es una cosa racional; más aun, observa que quien habla en lenguas parece loco (14, 23); pero rehusa aprisionar la vida espiritual de sus cristianos en los límites de la fría razón. Mantiene decididamente la puerta abierta a ciertos modos no racionales de expresión religiosa, reconociendo que pueden ser el efecto de un impulso divino. Él mismo practicaba estos modos de oración y los valoraba positivamente. “Doy gracias a Dios, escribe, que hablo en lenguas más que todos vosotros” (14, 18). No se avergonzaba de hablar en lenguas, como el rey David no se había avergonzado de manifestar un entusiasmo religioso un poco loco, saltando y danzando delante del arca del Señor (2 Sam 6, 16-23).

La aprobación de Pablo, sin embargo, no es indiscriminada. Él no acepta el principio de ciertos entusiastas, para quienes cuanto más irracional es una experiencia religiosa, tanto más divina es, casi como si la contraseña del Espíritu de Dios fuese el frenesí y la pérdida de la razón. Según este principio, el carisma más apreciado sería el hablar en lenguas, puesto que excluye la razón; después vendría la profecía, que produce discursos inspirados. La escala de valores definida por Pablo va en sentido contrario. Prefiere la profecía a la glosolalia. “Aquel que profetiza es más grande que aquel que habla en lenguas” (14, 5); prefiere un discurso inspirado comprensible a una efusión inspirada incomprensible. Su ideal no es la pérdida de la consciencia en Dios, la absorción de la inteligencia y del ser personal en el océano de la divinidad, sino más bien la presencia activa de Dios en todos los niveles de la existencia. Dios no absorbe a las propias criaturas, sino que las vivifica. Por esto Pablo ya no consideraba divina la experiencia espiritual que excluyese la inteligencia. Declara: “Oraré con el espíritu, pero oraré también con la inteligencia; cantaré con el espíritu, pero cantaré también con la inteligencia” (14,15).

Al valorar la glosolalia y la profecía, Pablo no olvida el elogio hecho hace instantes de la caridad; más aun, conserva cuidadosamente esta perspectiva, tomando como criterio la utilidad de la Iglesia. En vez de pensar solamente en la experiencia espiritual individual, que podría considerarse más intensa en el caso de la glosolalia, él piensa en la edificación de toda la comunidad, prefiriendo por tanto la profecía, porque “el que habla en lenguas se edifica a sí mismo; quien profetiza edifica a la asamblea” (14,4). Desarrolla mucho este tema. Se coloca a sí mismo en escena y dice: “Supongamos que yo vaya a vosotros hablando en lenguas; ¿en qué cosa os será útil?” (14, 6). Se dirige a otro y dice: “Si tu bendices con el espíritu (esto es, hablando en lenguas)... tu puedes hacer una hermosa acción de gracias, pero el otro no es edificado” (14, 16-17). Toma también el caso de no creyentes a quienes aconteciese de estar presentes en una reunión cristiana donde todos hablasen en lenguas, “¿no dirían quizás que sois locos?” (14, 23). En cambio, en el caso de la profecía, el no creyente sería llevado a adorar a Dios (cf. 14, 25). El principio general que Pablo ofrece a los corintios es por ende el orientar su búsqueda de los dones espirituales en el sentido de la utilidad de la Iglesia: “Por tanto, también vosotros, escribe, puesto que estáis deseosos de espíritus, para la edificación de la Iglesia buscad de tenerlos en abundancia” (14, 12) .

Cuando pasa a las directivas prácticas, Pablo se atiene estrictamente a este principio: “Cuando os reunís... todo sea hecho para la edificación” (14, 26). No duda en entrar en los detalles para la aplicación concreta. Regula primero la glosolalia; no la excluye, pero le coloca límites rigurosos: solamente dos serán admitidos a hablar en lenguas, “o al máximo tres, y por orden”. Además, la admisión de la glosolalia estará condicionada por la presencia de un intérprete. Si no hubiese en la asamblea una persona capaz de explicar el sentido del discurso en lenguas, este discurso no será permitido y el inspirado deberá esperar volver a su casa para hablar en lenguas “a sí mismo y a Dios”; en tanto, en la reunión comunitaria deberá callar (cf. 14, 28). Para los profetas, Pablo imparte instrucciones un poco menos severas; es decir, no contempla un caso en el que la palabra debería rechazarse a los profetas; pero, excepto en este punto, las exigencias son iguales, es decir, número limitado, “dos o tres”, e imposición de un control: los mensajes inspirados de los profetas no deben aceptarse inmediatamente, sino que deben ser sometidos a discernimiento (14, 29). No por casualidad Pablo ha hablado de “discernimiento de los espíritus” inmediatamente después de haber mencionado la profecía (12, 10) en un pasaje anterior de este discurso. Para evitar cualquier peligro de confusión, precisa todavía qué cosa se debe hacer cuando uno de los asistentes se siente de improviso inspirado mientras otro está profetizando; la palabra debe ser dada entonces al nuevo inspirado; el otro debe callar. La regla es de profetizar “uno a la vez”, “para que todos puedan aprender a ser exhortados” (14, 31).

Todas estas exigencias de disciplina y de orden parecen difícilmente conciliables con el concepto de inspiración profética. ¿No se debe quizás admitir que, cuando el Espíritu se apodera de una persona, su acción y su impulso son irresistibles? Muchos episodios del Antiguo Testamento van en este sentido. Cuando el Espíritu de Yahvé embestía a Sansón, ninguna resistencia era posible (cf. Jue 14, 6.19; 15, 14). El profeta Amós recurre a toda una serie de parangones para proclamar que el impulso profético es incontenible. El último parangón es el rugido del león: “Ruge el león: ¿quien no tiembla?”, y Amós prosigue: “El Señor Dios ha hablado: ¿quién puede no profetizar?” (Am 3, 8). También Jeremías explica que no le era posible no hablar (Jer 20, 9). A pesar de su veneración por los profetas antiguos, Pablo expresa una posición netamente diversa y dice: “Los espíritus de los profetas están sometidos a los profetas” (1 Cor 14, 32). Afirmación estupenda, porque se oponía decididamente al concepto entonces más corriente de inspiración (es decir, el espíritu concebido como una fuerza irresistible) y se oponía también a los deseos de los corintios, que aspiraban a ser raptados en espíritu y movidos por fuerzas sobrehumanas. Pablo no acepta estos sueños de ebriedad mística desordenada; requiere el dominio de sí y declara que la inspiración no quita a los profetas cristianos la posibilidad de la autodisciplina. Pablo se cuida de decir que el Espíritu de Dios está sometido a los profetas; no habla del Espíritu en singular, sino de los espíritus en plural, es decir, de las inspiraciones percibidas por los profetas; aun cuando vienen del Espíritu Santo no se confunden con Él. El Espíritu Santo no está sometido a los profetas; sus inspiraciones, no obstante, respetan la inteligencia y la voluntad de la persona que las recibe, y en este sentido les están sometidas. Para fundamentar este modo de concebir la acción del Espíritu, Pablo agrega: “En efecto, Dios no es un Dios de desorden sino de paz” (14, 33). La posición tomada por el apóstol en materia de disciplina espiritual está basada sobre la revelación que Dios ha hecho de sí en Cristo.

Para completar el discurso, Pablo se refiere a los usos de “todas las Iglesias” y presenta como “orden del Señor” las exigencias expresadas. “Quien considera ser profeta u hombre inspirado debe reconocer” este hecho (14, 37). “Si alguno no lo reconoce, ni siquiera él es reconocido” (14, 38). Y concluye, resumiendo sus instrucciones: “Por tanto, hermanos míos, aspirad a profetizar y, en cuanto a hablar en lenguas, no lo impidáis, sino que todo se desenvuelva decorosamente y con orden” (14, 39-40).


3. Carisma e Institución

¿Qué cosa se sigue del discurso de Pablo respecto a la relación entre carismas e institución? ¿Qué cosa nos enseña la actitud de Pablo frente a la comunidad de Corinto? Me parece necesario distinguir primero dos problemas para no permanecer en la confusión: un problema de vocabulario y un problema de fondo.

1. Para el vocabulario, debemos tener presente que Pablo no toma la palabra griega carisma en el sentido en el que nosotros hablamos de carisma, sino en un sentido menos específico. A decir verdad, también en nuestro vocabulario “carisma” es susceptible de definiciones diversas; tiene siempre, sin embargo, el significado de capacidad excepcional de la cual está dotado algún cristiano. Para Pablo el sentido es siempre “don gratuito”; Pablo no insiste de ningún modo sobre el aspecto de capacidad excepcional ni le viene en mente contraponer chárisma a institución; más aun, menciona los “actos de gobierno” (kubernh seij) en una misma lista junto con los milagros y la glosolalia (12, 28). Por otra parte, Pablo no se fija como nosotros en la palabra carisma; usa también otros términos, como pnéeumata, “espíritus”, pneumatika, “hechos espirituales”, diakoniai, “servicios”, evne rghémata, “operaciones”, sin preocuparse de precisar la distinción de los significados. Cuando da una lista, no especifica si es lista de carismas o de funciones o de servicios; no se muestra sistemático. Frecuentemente las traducciones fuerzan las cosas, insistiendo unilateralmente sobre el término “carisma” en los títulos dados a los parágrafos sucesivos. Pablo, en realidad, no tiene en mente nuestras distinciones, y por tanto no provee una respuesta clara a nuestro problema sobre la relación entre carisma e institución.

2. Sin embargo, no faltan en Pablo elementos que pueden iluminar este problema. El primer elemento consiste precisamente en esta ausencia de contraposición. En vez de poner los carismas de una parte y las posiciones oficiales de otra, Pablo declara en la misma frase que Dios ha establecido las posiciones y los otros dones (12, 28). En vez de expresar un contraste entre inspiración e institución, él muestra en todas partes la acción del único Dios, “que obra todo en todos” (12, 6), la presencia del único Señor (12, 5), la actividad del único y mismo Espíritu (12, 4.11).

Muchos exégetas han reconocido que no es posible atribuir a Pablo la idea de una comunidad puramente carismática. H. Schürmann declara netamente que “la concepción carismática que excluye la función y la misión no es paulina”; “el modo de ver de Pablo debe situarse más allá y más arriba de la distinción entre las funciones y los carismas”. Schürmann critica “el extraño misticismo de Käsemann”, expresado en el artículo “Amt und Gemeinde im N.T.”. Concluyendo el artículo sobre “charisma” en el Grande Lessico Teologico del N.T., H. Conzelmann dice similarmente que “la famosa distinción entre los carismáticos y las autoridades de la Iglesia no se mantiene”; y E. Cothenet observa que “oponer carisma y jerarquía significa salir de las categorías paulinas, con el pretexto de quererlas promover”.

Dicho esto, podemos precisar algunos puntos. Pablo es consciente de posibles tensiones entre cristianos inspirados e institución eclesial. Adopta al respecto una posición clara pero no unilateral. Es decir, no acepta el exclusivismo ni en un sentido ni en el otro. Admite por una parte el origen divino de estos “hechos espirituales” excepcionales, aun cuando pueden parecer extraños (14, 23); enseña a no impedirlos (14, 39), más aun, a desearlos (14, 1). Él mismo recibe estos dones con reconocimiento hacia Dios (14, 18). Todos los dones tienen su lugar en el “cuerpo de Cristo”. No es el caso de imponer a todos los cristianos un modo uniforme de comportarse, ya que la diversidad no es solamente tolerable sino también indispensable para el bien de la Iglesia (12, 12-19).

Por otra parte, sin embargo, Pablo enseña a los inspirados que ellos forman parte de un cuerpo y deben cuidadosamente prestar atención a la solidaridad eclesial (12, 20-26). El hecho de ser inspirados no justifica de ninguna manera la indisciplina. Por el contrario, la auténtica inspiración se manifiesta propiamente en la capacidad de autocontrol: “Los espíritus de los profetas están sometidos a los profetas, porque Dios no es un Dios de desorden sino de paz” (14, 32-33). Los verdaderos inspirados tienen siempre la preocupación del bien de toda la comunidad, buscan hacer una obra constructiva; entre diversos modos posibles de expresar su inspiración, eligen aquellos que son de mayor utilidad para el conjunto de la Iglesia (14, 12-13.19).

Pablo no admite de ningún modo que la gran regla para la organización de la Iglesia sea la ausencia de regla y la libre expansión de las inspiraciones individuales, como han sugerido algunos autores. Es necesario ser verdaderamente ciegos para no ver que todo el discurso de Pablo va en el sentido contrario; es decir, él hace un acto de autoridad. No se contenta con explicaciones genéricas sobre el valor de los dones del Espíritu, sino que impone a los inspirados de Corinto reglas precisas y estrechas: no más de dos o tres discursos en lenguas, y por orden, y con una sucesiva interpretación; no más de dos o tres discursos proféticos, y con un sucesivo discernimiento (14, 27-29). Es todo lo contrario de la fantasiosa espontaneidad soñada por ciertos modernos. Pablo no es un soñador. Él prueba claramente una estima profunda por los dones del Espíritu, pero está también convencido de que el cuerpo de Cristo tiene una estructura, que ha de ser respetada. De otro modo no hay vida de caridad efectiva, los dones del Espíritu se desnaturalizan y todo se vuelve ilusión y confusión.


Conclusión

El discurso de Pablo es por tanto muy instructivo para la Iglesia de hoy, tanto para quien ocupa posiciones institucionales como para quien considera haber recibido una vocación carismática.

1. A las autoridades eclesiásticas Pablo enseña a no ser meramente administrativas. La Iglesia no es una gran máquina administrativa, sino un organismo viviente, el “cuerpo de Cristo” (12, 27), animado por el Espíritu Santo. Para llevar a cabo correctamente cualquier responsabilidad en la Iglesia no basta la habilidad humana, el sentido de la organización, de la decisión, sino que se requiere la docilidad personal al Espíritu Santo.

Esta docilidad lleva consigo una actitud positiva respecto a todas las manifestaciones del Espíritu. Es decir, la jerarquía de la Iglesia no puede pretender tener el monopolio, por así decirlo, de los dones del Espíritu, sino que debe reconocer con alegría que todos los fieles reciben dones espirituales, cuya diversidad es un gran bien para la vida de la Iglesia, aun cuando alguna vez esta diversidad no se da sin riesgo. H. Schürmann observa al respecto que, en ciertos períodos de la historia de la Iglesia, los dones espirituales que no eran de naturaleza jerárquica no fueron justamente apreciados. Pablo da el ejemplo de un aprecio decididamente positivo, incluso para los dones que suscitaban problemas.

No obstante, Pablo muestra al mismo tiempo que aprecio positivo no significa parálisis de la autoridad frente a las manifestaciones carismáticas. Toca a los pastores de la Iglesia una obra de discernimiento y de ordenamiento, para el bien de todos. Los pastores pueden perfectamente, y deben, fijar límites precisos, de manera que eviten el desorden y la confusión (cf. 14, 26-30).

2. Por su parte, los carismáticos actuales encuentran en las palabras del apóstol aliento e iluminación. Pablo los alienta a acoger con gran reconocimiento los dones del Espíritu Santo, en su maravillosa variedad y abundancia. Sin embargo, les enseña la necesidad de un atento discernimiento. No es posible aceptar ciegamente toda inspiración, todo impulso interno; es preciso acertar sobre si vienen verdaderamente del Espíritu de Dios. Los criterios de discernimiento no deben ser señalados por el individualismo, sino que al contrario se debe tener presente la solidaridad eclesial en toda su amplitud (12, 12-31) y estar orientados al progreso de la caridad (13, 1 - 14, 1). La auténtica persona espiritual no se encierra obstinadamente en la certeza subjetiva de la propia inspiración, sino que se mantiene abierta a las otras manifestaciones del plan de Dios en referencia a ella; en particular acoge como gracia la expresión de la voluntad del Señor que le viene por medio de la autoridad eclesiástica (cf. 14, 37). Con estas condiciones puede estar segura que los dones recibidos tendrán una fecundidad magnífica, para provecho de la entera familia humana y para gloria de la gracia divina (Ef 1, 6).








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